Barajo desastres, sin terminar de decidir en cuál de todos ellos precipitarme. Es hermoso el sonido del silencio, la ausencia de guía, la falta de pistas. En un momento dado, te hago daño, sabiendo que te estoy haciendo daño, pero sin querer hacértelo. Es un acto reflejo, un parpadeo inevitable o, tal vez, sólo el campo magnético que ata a la polilla a la luz (yo, la llama; tú, el insensato insecto). Trato de liberarte del destino al que te condenan las leyes de la física, pero tú te empeñas en fallecer abrasado por el calor de la proximidad de un cuerpo marcado a hierro candente con las iridiscentes letras de otro nombre. Perdóname. Así, con todas las letras y alguna que otra lágrima de arrepentimiento. En realidad, tú eres la luz y yo el insecto, pero la atracción funciona en el sentido equivocado. Busco palabras que enderecen el error, pero las matemáticas no mienten y el alcohol sólo subraya mis silencios. Hay noches que no recuerdo, misericordes amnesias tartamudas que me absuelven de mis pecados más nítidos. Te encierro en una de ellas y tiro la llave al río en el que navegan todos mis secretos. Era necesario a la par que deleznable. Te debo un poema en versos endecasílabos y una explicación desnuda de metáforas, pero sólo te doy otra huida asmática y absurda. Me consuelo con la idea de que, en realidad, nunca me has querido; porque yo, en verdad, soy todo aquello que tú no sabes de mí. Pero, ¿acaso puedo adivinar lo que tú intuyes?
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