La vida sigue, pero yo no. Mi inmovilidad carece de razones, pero está plagada de motivos. No sabría explicarlo, aunque quisiera, pero lo siento todo de forma tan prístina que me resulta imposible de ignorar. No es que no pueda continuar, sino que no debo hacerlo. He de aguardar a que me rescate mi destino, flotar a la deriva hasta que el mar decida si ha de tragarme o escupirme en alguna orilla, soltar el timón y dejar de rezar para recuperar el rumbo. Lo que tenga que ser, será, no importa el empeño con el que tratemos de enderezar los renglones torcidos de Dios. El tiempo murió en vanas esperas. Traté de resucitarlo, sin terminar de comprender el credo de Nietzsche. Ahora sí entiendo la paradoja que vertebra la existencia. Dejo de resistirme, de hacer, de desear; pero mis omisiones de ahora nada tienen que ver con las pasadas. Su origen es diametralmente opuesto y esencialmente diferente. El miedo ha sido sustituido por una trémula fe en la benevolencia de la omnisciencia divina. O puede que no, que sólo finja creer para no caer en el vacío, para no ser desgarrada por el despropósito de mis emociones, para no admitir que, tras mi parálisis, se oculta el secreto deseo de que, por fin, tú me encuentres a mí.
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