En mi cabeza, bailo todo el tiempo; a veces, contigo; la mayor parte del tiempo, sola. Soy feliz a mi pesar; aunque sepa que el apocalipsis debiera devorarme desde dentro, si no lo hace desde fuera; aunque yo también me hunda en el pantano, sin rama que me sirva de asidero, ni tabla que me mantenga a flote sobre el cieno. He llorado tanto por desastres magnificados que, ahora que el Everest se derrumba sobre mí, no me quedan lágrimas con las que lavar mi cadáver. Somos polvo y el polvo acabará por conquistar hasta la última partícula de nuestro ser. Hay lugares que se repiten y otros que se diluyen en la lejanía de la intrascendencia. Nunca he sabido si escribo para otros o para mí misma. ¿Acaso para ti? Pero no, tú nunca me has leído, porque siempre has sabido que tú sólo entiendes mis silencios. Te veo en sitios que no hemos pisado juntos y trato de borrarte de calles inundadas de tu nombre. Los edificios desaparecen, pero los cimientos se enquistan bajo el asfalto. Conozco de antemano el resultado, siempre lo he hecho, pero sigo esperando que mute la sentencia, que tú y yo anclemos entre gemidos nuestros labios. El tiempo pasa y sólo la incertidumbre permanece. Nuevas muertes jalonan nuestras vidas y el dolor, que tratamos en vano de revertir, nos asfixia con saña cada noche. No hay remedios, sólo anestesias (el alcohol que entorpece los sentidos y diluye el arrepentimiento; cuerpos que nunca serán hogar, pero sí asilo transitorio; el luminoso recuerdo de aquello que fue, a pesar de nosotros mismos).
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