El dolor ataca cuando se siente atacado, te apuñala cuando tratas de extirparlo, si intentas silenciarlo, te retuerce las entrañas hasta arrancarte el grito. Lo único que puedes hacer para combatirlo es aceptarlo, no resistir su embate, entregarte a él hasta que, creyéndose vencedor del duelo, relaje la saña con la que se ancla a tu carne. He tardado mucho en entenderlo; toda mi vida, para ser más exactos. Por eso pasé años llorando ríos de sangre a la orilla de tu ausencia, mi pena transmutada en vino deseoso de abrirse paso entre tus labios, sin Jesucristo capaz de convertirme de nuevo en agua. Aunque, llegados a este punto, supongo que debería pedirte perdón por ser incapaz de mostrarme ante ti sin el parapeto de una metáfora imperfecta; pero es que, si te soy sincera, tú nunca me has importado ni la millonésima parte de lo que (d)escribo. ¿Mentía antes o lo hago ahora?, te preguntarás, con toda la razón del mundo. Acepta mi consejo: no te fíes nunca de una escritora; especialmente, si finge no serlo. Las palabras siempre engañan, provocan guerras, rompen amistades, pulverizan corazones incautos. Saberlo no previene el daño, pero hace su digestión menos pesada. ¿Cuántas veces regurgitaremos el error antes de que sea capaz de absorberlo el intestino? Mírame bien: soy la mujer que danza desnuda bajo la luna, pero también la beata que ora afligida en el primer banco de la iglesia colmada de fieles. La verdad es el puente que une todas nuestras contradicciones. Recórrelo de punta a punta, una y mil veces, hasta que el suelo se abra bajo tus pies y el abismo te engulla de un bocado. Encuéntrame allí, entre restos de ilusión y brumas, esqueleto en ruinas, fantasma de carne y hueso que atormenta tus sueños. Yo soy el dolor y mi fuerza reside en tu negación.
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