Hay ciudades que me persiguen, calles que se adhirieron a mi corazón adolescente y que, más de dos décadas después, abrazaron todos mis desastres. Escribo recurrentemente sobre una de ellas y, de vez en cuando, su fantasma me tiende una emboscada desde la pantalla grande. No, nunca es B., pero siempre se le parece tanto... El corazón se me acelera, se constriñe mi respiración y toda yo tiemblo, como hoja zarandeada por el viento, como mujer ante el hombre que supo desentrañar los secretos más oscuros de su cuerpo. Trato de convencerme de que no es B., sé que no lo es; pero, al mismo tiempo, necesito creer que sí, volver por un instante a su reumático muelle, a su feria cenicienta, a sus gaviotas roncas de anunciar a los incautos la falibilidad de Zoltar. B. es casa, pero también la prisión que encierra mi destino, oráculo de Delfos que me dejó entrever lo que me aguardaba a la vuelta de la esquina, velando todo aquello que aún no estaba preparada para aceptar. Pude escuchar allí la llamada de la lira, sentir sobre mis hombros el reconfortante manto de tristeza que siempre ha coronado mi existencia y el abrazo violento de la soledad inquilina perenne de mi corazón; pero sólo intuí la proximidad del Holocausto que zarandearía mi micro y macro cosmos desde el estreno de esta nueva década plagada de doses. Soy el fruto de la devastación de mi existencia, el cadáver andante que se niega a exhalar su último aliento, la cabeza cercenada que no termina de desprenderse de su cuello. Soy la sangre que tiñe la nieve, el grito que reverbera en las paredes de la caverna de Platón, la lengua deshidratada que lame sedienta la arena del desierto. Soy todo esto que nunca vi antes de tiempo, pero que reconocí en cuanto lo tuve frente a mí, por más que tratara de negarlo ante los otros. Mírame, ahora que por fin estoy desnuda. ¿Me ves o sólo atisbas mis contornos? Me habría gustado ser barro maleable entre tus manos y no este bloque de mármol condenado a convertirse en Dafne a golpes de cincel de mi Bernini...
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