Hace tiempo, en otro lugar, escribí sobre los días perfectamente imperfectos. Esos días en los que todo sale mal y en los que sólo deseas no haberte levantado nunca de la cama y volver a ella lo antes posible. Aquel día perfectamente imperfecto fue uno de los mejores de mi vida, aunq en su momento no supiera apreciar la perfección de su imperfección.
El martes volví a vivir uno de esos días. Un día en el que estudio no me cundió lo que me tenía que cundir. Un día en el que, por mi culpa, mi hermana se quedó sin internet para poder hacer sus trabajos y, encima, en vez de gritarme o cabrearse conmigo, tuvo que acabar consolándome. Un día en el que no me pude comprar ninguno de los vestidos con los que me había imaginado. Un día en el que mi portero me vio con los ojos enrojecidos después de haber llorado. Un día en el que estuve borde con mi mejor amiga (sin contar a mi hermana).Un día en el que estuve a punto de pasar de ver a mi mejor amigo (sin contar a mi padre). Un día en el que me agobié por tonterías y volví a dejar que mis hormonas controlaran mi existencia. Un día en el que mi padre se culpó por no haber ganado 5000 € que nunca nos correspondieron. Un día para olvidar, del que seguro que hay muchas cosas que aprender.
Porque eso es lo maravilloso de los días perfectamente imperfectos: Tarde o temprano siempre decubres cuál era su razón de ser y te alegras de haberlos vivido y de lo que te han enseñado.
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