Busco el silencio de la habitación de hotel para blanquear las ojeras de una noche sin función y una cama en ebullición.
Manhattan a mis pies y yo con miedo de volver a coger el ascensor que baja mil pisos en dos segundos y me zambulle en la recepción de la avenida de tu colchón.
Rascacielos acristalados de miradas transparentes y frases desacertadas.
Cuéntame el cuento de Caperucita y el lobo en la versión de Martín Gaite y no te olvides de cambiar el final de la historia circular.
Y bailaremos sobre el teclado de Big al ritmo de Chan Marshall.
Y desbordaremos los perritos calientes de Central Park con una sobredosis de pepinillos y cebolla sumergidos en toneladas de ketchup y mostaza.
Y cambiaremos de estado en una hora para volver al centro de la Gran Manzana antes del anochecer, no vaya a ser que nos vayamos a perder las luces del Empire State.
Y cerraremos los ojos y nos veremos patinando sobre hielo la víspera de Nochebuena.
Y el calor contaminado y contaminante se convertirá en escarcha matutina y viento que congela hasta los huesos.
Y cogeremos un vuelo de Continental que esta vez no se retrasará.
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