2:05 a.m. Manolo hace más de una hora que se acostó, pero aún no ha logrado conciliar el sueño. Anda demasiado ocupado haciendo malabarismos mentales con unos números que nunca cuadran. Hace dos meses que se le terminó el paro y sus exiguos ahorros terminaron de consumirse definitivamente hace tres días. Paqui no para de repetirle que pueden vivir perfectamente sólo con su sueldo, pero el mismo no ha resultado suficiente hasta ahora. Ella está convencida de que podrán salir adelante apretándose el cinturón, pero él hace tiempo que se convirtió en un descreído. El Euríbor sigue aumentando de forma galopante. ¿En cuanto se incrementará la cuota mensual de su hipoteca cuando el banco la revise dentro de tres meses? Las cuentas siguen sin salirle. Tiene gracia: tantos años dedicados a la contabilidad y es incapaz de ajustar su balance familiar. Cierra los ojos e intenta dejar la mente en blanco, pero su monstruosa hipoteca amenaza con devorar íntegramente el diminuto saldo de su cuenta corriente. Y abre los ojos para ahuyentar tan escalofriante imagen. Necesita levantarse y fumarse un cigarro, pero no quiere despertar a Paqui ni preocuparla. Así que permanece rígidamente tumbado, con los ojos muy abiertos y la mirada perdida en algún punto indeterminado entre el despertador digital de su mesilla de noche y el blanco nuclear de la pared.
2:05 a.m. Esther pensaba que era un poco más temprano. Debería ducharse, pero necesita dormir. Así que se desnuda rápidamente, se enfunda en su pijama de raso y se mete en la cama. Todavía tiene que perfilar algunas cosas de la demanda, pero le dolía la cabeza y le escocían los ojos, así que decidió irse a casa. La cama está fría y comienza a dar vueltas intentando encontrar la postura perfecta. Echa de menos a alguien que la ayude a calentar las inhóspitas sábanas, pero hace mucho que dejó de tener tiempo para ligar. Esther aprieta fuertemente los párpados; pero, a pesar del cansancio, el sueño no decide visitarla. Así que opta por levantarse, enciende el ordenador y termina de perfilar la demanda que le ha dado tantos quebraderos de cabeza durante la última semana.
7:10 a.m. Manolo, como siempre, pega un brinco en cuanto suena el despertador. No recuerda a qué hora consiguió dormirse. Siempre hay algún momento de la noche en que los números del reloj digital se vuelven borrosos y se mezclan con los números de su cabeza para acabar fundiéndose en un negro que lo invade todo. Tiene que hacer el desayuno antes de que Paqui salga de la ducha. Ella ya trabaja bastante fuera de casa y él necesita sentirse mínimamente útil. Sabe de sobra que jugar a las cocinitas, ocuparse de los niños, limpiar la casa e ir al supermercado a por provisiones no es comparable a llevar la contabilidad de una empresa. Para lo primero no se requiere una educación universitaria; pero, para lo segundo, tuvo que aprobar una licenciatura, hacer un máster y acudir regularmente a cursos para estar actualizado. Antes, levantarse de la cama tenía algún sentido. Le gustaba lidiar con números ajenos y conseguir que todo cuadrara a la perfección. Ahora se conforma con maximizar el dinero de la compra semanal (¡Dios bendiga a las marcas blancas!).
7:10 a.m. Cuando suena el despertador Esther no tiene fuerzas para levantarse. No se fijó en qué hora era cuando se acostó por segunda vez, pero sabe perfectamente que aún tardó bastante tiempo en perder el sentido. Ser socia de un importante bufete de abogados conlleva muchas responsabilidades y muchos quebraderos de cabeza. Pero adora su trabajo y es muy feliz realizándolo. No le importa trabajar la mayor parte de los sábados y los domingos. Al principio le fastidiaba, sobre todo, cuando no la avisaban de antemano. Poco a poco tuvo que renunciar a muchas de sus aficiones. Primero se desapuntó de las clases de tenis. Después abandonó el curso de dibujo. A continuación llegaron las entradas de teatro y cine compradas pero nunca utilizadas y, por supuesto, las cenas y comidas con familiares y amigos canceladas en el último minuto. Su vida social se extinguió por completo, pero su sueldo y sus victorias ante los tribunales compensaban estos pequeños sinsabores. Lo único que la molestó realmente fue la cancelación de sus vacaciones a Méjico. Necesitaba desconectar y siempre había querido conocer la Riviera Maya. Cuando, unos meses después, tuvo que suprimir sus quince días en Japón ya estaba prevenida y, al igual que en la primera ocasión, sus jefes la indemnizaron generosamente. En los últimos dos años se habían sucedido las vacaciones prometidas y sus consiguientes cancelaciones. Todavía no entendía por qué seguía reservando hoteles y comprando billetes de avión para conocer sitios a los que nunca llegaría a ir. Pero disfrutaba con las fotos de los catálogos y soñaba con que, esta vez, no surgiría ningún caso importante de última hora del que nadie más que ella pudiera hacerse cargo. Tenía que levantarse o llegaría tarde a trabajar y no tenía ganas de aguantar ninguna bronca. La ducha de cinco minutos escasos no logró despejarla del todo. Le dolía la cabeza y sólo tenía ganas de acostarse de nuevo y dormir un poco más. Pero no podía llegar tarde. El cuerpo humano es como un coche: necesita gasolina para poder arrancar. Así que ella repostó su depósito con su dosis habitual de analgésicos y cocaína. No hacía mucho que había descubierto los mágicos polvos blancos. Uno de sus jefes le ofreció su primera raya cuando, en un momento de debilidad, la pilló llorando a moco tendido en su despacho un sábado a las siete de la tarde. Su media de sueño durante los meses anteriores no alcanzaba las cuatro horas diarias y estaba totalmente exhausta. Él, amablemente, le explicó las virtudes de la denostada droga y la introdujo en el mundo de los camellos de los abogados y grandes ejecutivos. Todo había ido mejor desde entonces. Al principio sólo se metía cuando estaba al borde del colapso físico y mental. Posteriormente fue aumentando la frecuencia, de forma que raro era el día en que no recurría al milagroso remedio. Disfrutaba del cosquilleo que la cocaína provocaba en su nariz. Se sentó en la tapa del wáter y esperó a que la droga actuara. Poco a poco fue recuperando las fuerzas y la lucidez mental. Se levantó y, aceleradamente, terminó de arreglarse antes de salir escopeteada hacia el trabajo.
1:15 p.m. Manolo ya ha hecho todo lo que podía hacer. El comienzo de la mañana es la parte más dura del día. Le cuesta aceptar que Paqui tenga trabajo y él no. Nunca imaginó que un contable de 48 años estuviera profesionalmente acabado. Las empresas quieren gente joven y maleable a la que poder formar ellos mismos. Nadie desea contratar a un hombre de más de cuarenta años. Su capacidad de aprendizaje y de trabajo, incluso su motivación, no son comparables a las de un jovencito casi imberbe recién salido del horno universitario. El inglés es el otro gran obstáculo. ¿Para qué necesita un contable hablar inglés? Ninguno de los entrevistadores que habían rechazado su solicitud de trabajo había logrado darle una respuesta satisfactoria, más allá de que el conocimiento no ocupa lugar y de que, a igualdad de las demás condiciones, mejor escoger al candidato con conocimientos de idiomas. Se apuntó a clases, pero descubrió que los seleccionadores de personal estaban en lo cierto: su capacidad de aprendizaje no era la misma que a los veinte años. En las siguientes entrevistas, harto de ser rechazado una y otra vez, apeló a su amplia experiencia en el campo de la contabilidad; pero, según le dijeron, ése era otro de sus grandes hándicaps. Pertenecía a la vieja escuela, a la generación de los contables sin imaginación, incapaces de realizar una labor creativa con las cuentas de la empresa. Profesionalmente era un perro viejo que debía ser sacrificado. A los diez meses desde su despido renunció a encontrar trabajo de lo suyo y comenzó a buscar cualquier tipo de empleo. Fue entonces cuando descubrió que su edad resultaba un problema en todas partes. Incluso para hacer hamburguesas preferían a chavales que no hubieran llegado a los cuarenta. Estaban más motivados y tenían más ilusión por trabajar. Además, él estaba excesivamente cualificado y seguro que no se adaptaba a un trabajo de poco monta como ése. Se siente como un mueble viejo e inservible y envidia a Paqui porque el mundo laboral todavía la considera productiva. Aunque lo más duro del comienzo del día es aguantar las preguntas de sus hijos camino del colegio. ¿Hoy tienes entrevista papá? ¿Cuándo vas a volver a trabajar? ¿No te cansas de estar en casa sin hacer nada? ¿Sabes que mi amigo Jorge dice que eres un vago y que si no trabajas es porque no quieres? ¿Qué es un mantenido? (es lo que te llamó Carlos el otro día). Y así día tras día. Los borrachos y los niños siempre dicen la verdad y sus hijos sólo verbalizan lo que todos los demás piensan y dicen a sus espaldas. Cuando tenía trabajo todos lo respetaban. Ahora hasta sus hijos lo desprecian. Ya ha limpiado hasta el último rincón de su pequeño y súperhipotecado piso. También ha hecho todos los recados que le había encomendado Paqui y ha escrutado minuciosamente el periódico en busca de alguna oferta laboral que pudiera ajustarse a su perfil profesional. Incluso ha llamado a un par de sitios para concertar una entrevista, una vez más, sin ningún tipo de éxito. Últimamente le rechazan por teléfono. ¿48 años? Lo siento, pero estábamos buscando a alguien más joven. Muchas gracias por llamar. Siempre las mismas palabras. Siempre la misma decepción. Debería prepararse la comida, pero prefiere seguir viendo la tele. No le gusta comer solo y no tiene hambre. En realidad tiene un gran nudo en el estómago instalado de forma permanente desde hace tiempo, que dificulta enormemente todas sus digestiones. Así que sólo desayuna y cena. Y sólo lo hace para no preocupar a Paqui y para dar ejemplo a los niños. Sí, seguirá viendo la tele hasta que sea la hora de salida del colegio. No es que la programación televisiva resulte especialmente interesante, pero le distrae mínimamente de sus funestos pensamientos.
1:15 p.m. A Esther le han caído dos marrones enormes que tendrá que resolver el fin de semana. Afortunadamente, la mañana ha sido bastante productiva. A lo mejor incluso puede parar media hora para comer algo medianamente decente en lugar de sus recurrentes sándwiches. A pesar de la ingente cantidad de trabajo, Esther está contenta. Uno de sus jefes le ha dicho que en un par de semanas podrá cogerse diez días de vacaciones. Por supuesto, a estas alturas de la vida, Esther sabe de sobra que, finalmente, tendrá que cancelar el viaje que haya planeado minuciosamente. Pero el simple hecho de planificarlo le devolverá la ilusión durante esas semanas. Aunque, como últimamente no tiene tiempo ni de respirar, esta vez optará por algo sencillo. ¿Qué tal Maldivas? Playa, playa y más playa. Relax, relax y más relax. Estaría bien.
9:20 p.m. Manolo recogió puntualmente a sus hijos a la salida del colegio, los llevó a casa, les dio la merienda e intentó ayudarles a hacer los deberes, pero ellos no se dejaron ayudar. Prefieren hacerlos solos. Manolo sospecha que no se fían de sus conocimientos, ni siquiera de los matemáticos. Ha intentado explicarles muchas veces que los números siempre se le han dado bien y que, antes, su trabajo consistía en hacer rompecabezas con ellos, pero tiene la sospecha de que sus hijos no terminan de creerle. Así que ha tenido que buscar algún tipo de entretenimiento para ocupar el resto de su ociosa tarde y ha acabado optando de nuevo por la caja tonta. Paqui le ha llamado para decirle que llegaría un poco tarde y que fueran cenando sin ella. Paqui siempre llega tarde los viernes. Siempre le surge algún imprevisto de última hora que tiene que solucionar antes del fin de semana. La única duda que tiene Manolo es si está liada con su jefe o con algún compañero de trabajo. No la culpa. Él hace tiempo que no la toca. La quiere, pero no le apetece hacer el amor con ella. Es difícil dejarte amar por alguien cuando te odias y te desprecias a ti mismo. Sabía que era cuestión de tiempo que ella se fijara en otro. Sólo espera que no acabe abandonándolo, aunque quizá eso sería lo mejor. La quiere demasiado y no soporta ver cómo se priva de los pequeños placeres de la vida para estirar al máximo el único sueldo de la casa. Ya no recuerda cuándo fue la última vez que se compró ropa. Y hace siglos que no van al cine, ni a comer fuera, ni a tomar una cerveza con sus amigos. Incluso ha dejado de maquillarse porque lo considera un gasto superfluo y prescindible. Hace un par de meses que la pobre se conforma con lavarse la cara con agua y jabón y echarse un poco de crema hidratante una vez a la semana, que si la utiliza todos los días le dura muy poco. Y a él se le parte el corazón cada vez que descubre un nuevo sacrificio por su parte.
9:20 p.m. El día ha sido duro; pero, con un poco de suerte, Esther podrá irse a casa antes de las diez. No está mal. También podría quedarse un poco más de tiempo, pero es viernes y prefiere salir antes, aunque luego tenga que madrugar el sábado. Su madre la ha llamado hace cinco minutos para preguntarle si iría a la comida familiar del domingo. Esther le ha dicho que lo intentaría, pero que no le prometía nada. Todo dependía de lo que le cundiera el sábado y el domingo por la mañana. Su madre ha empezado con la misma cantinela de siempre: que no puede ser sano trabajar tanto, que si sigue así acabará enfermando, que está desperdiciando su juventud encerrada en un despacho rodeada de papeles… Esther, como siempre, se ha enfadado y ha colgado de malos modos. Las verdades duelen y ella no quiere escucharlas.
11:25 p.m. Cuando Paqui ha llegado a casa, Manolo le ha dicho que necesitaba un poco de aire fresco y que salía a dar una vuelta. No le gusta mirarla a la cara los viernes por la noche. Necesita una copa para pasar el mal trago, pero no tiene dinero con que pagarla. Así que se conforma con un cigarrillo. Debería dejar de fumar. Resulta demasiado caro. Pero no tiene fuerza de voluntad suficiente para ello. Camina lentamente y con la mirada fija en algún punto indeterminado de la gris acera. De repente choca con una chica joven, de treinta y pocos años. La mira fugazmente, se disculpa y continúa caminando. Bien vestida y perfectamente maquillada, no como su mujer. Seguro que ella no le pone los cuernos a su marido. Tenía pinta de empresaria o abogada. La vívida imagen del éxito. Súbitamente, Manolo comienza a envidiarla profundamente. Porque tiene trabajo y es joven. Porque no tiene pinta de tener que hacer malabares a fin de mes. Porque seguro que sabe inglés a la perfección. Porque no es un perro viejo al que deberían sacrificar.
11:25 p.m. Esther está muy cansada, pero sabe que le costará dormirse cuando finalmente se meta en su fría y desangelada cama. Siempre tiene demasiadas cosas en la cabeza y la cocaína la obsequia con un pertinente insomnio. Pero para eso está el lormetazepam. Aunque antes de recurrir a la milagrosa pastillita blanca mirará un poco por internet el tema de las Maldivas. Sin darse cuenta choca con un hombre cabizbajo que va fumando. La mira fugazmente, se disculpa y sigue caminando lentamente. No parece tener prisa por llegar a ningún lado. Tampoco tiene pinta de tener grandes preocupaciones. No va muy bien vestido. Seguramente es un mindungui con un oficio gris sin ningún tipo de responsabilidad. Súbitamente, Esther comienza a envidiarlo profundamente. Porque él puede pasear tranquilamente en lugar de ir corriendo de casa al trabajo y del trabajo a casa. Porque él no tiene que redactar una demanda millonaria antes del lunes. Porque él no sabe lo que significa la palabra estrés. Porque él no está malgastando su vida encerrado en un despacho rodeado de papeles.
Artículo 23 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo.
Artículo 24 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas.
2 comentarios:
Muy bueno, me ha encantado, muy revelador :)
Muchas gracias. :)
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