Los árboles lloran lágrimas de cristal, pero Ágata no lo nota. Se encuentra demasiado concentrada en la pista de patinaje en que se han convertido las aceras en los últimos días. Cada paso debe ser estudiado con cuidado o podría acabar por los suelos antes de darse cuenta. No le gustan las caídas. Siempre tienen algo de ridículas y estúpidas y, en algunas ocasiones, duelen hasta los huesos. Por eso camina despacio y sin prisas, visualizando cada movimiento antes de ponerlo en práctica y prediciendo las posibles consecuencias del mismo. Observa el terreno con avidez, ansiosa por localizar las posibles trampas mortales dispuestas por la gran nevada que sepulta toda la ciudad. Y, como no levanta la vista en ningún momento, no descubre los diamantes que penden de las ramas desnudas.
Afortunadamente, Rita no ve otra cosa. El suelo nunca ha captado su atención más allá de dos segundos. Prefiere levantar la vista y dejar que su imaginación se pierda entre las nubes. Poco le importa el alto riesgo de caída como consecuencia de su falta de atención a los múltiples peligros que acechan a sus pies. Está demasiado acostumbrada a levantarse y sabe de sobra que el dolor de la costalada desaparece rápidamente. Pero, ¿cuánto vivirán esas joyas ramificadas? ¿cuánto dura un llanto de vidrio?
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