Me asomo al borde del abismo. No quiero precipitarme en él, pero sé que lo haré. Si no salto yo, Él me empujará. Siempre lo hace. Luchar con uñas y dientes, liberar el animal salvaje que duerme dentro de mí. No tiene sentido. Hacerlo implica caer, despeñarme por el precipicio y descubrir que sólo podré conciliar el sueño en su esponjoso fondo. Porque, en contra de lo que todos piensan, no es dura la tierra que ahora yace a mis pies, a muchos metros de distancia. Lo sé. Sé que la caída no me matará; pero, como otros muchos, tengo miedo de abandonarme en los brazos de la ley de la gravedad, confiando en la acientífica limitación de su poder. Caer, caer, caer sin que revienten mis órganos internos, sin que se quiebren mis huesos, sin que se derrame mi sangre. Depositarme suavemente en el lecho de un río que se secó hace siglos. Oler la sal que yace bajo la tierra y sobre mi piel. Morder el miedo. Sumergirme en las llamas de este supuesto infierno para escapar del frío de ese presunto paraíso. Todo lo que está arriba tiene que bajar, pero no todo lo que está abajo tiene necesariamente que subir. Trato de recordar los motivos por los que no quiero acabar allí, pero son más las razones por las que necesito huir de aquí. En realidad, no tiene sentido pensar. No soy yo quien decidirá el momento. Mi destino depende de la dirección en la que sople el viento.
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