La niebla puede ser más blanca que la nieve, más densa, más espesa, más consistente, incluso más fría. Lo sé bien. Una vez me vi atrapada en ella. Durante días y noches, durante noches y días, traté de desprenderme de su envolvente abrazo de anaconda. Nunca lo conseguí del todo. Una mínima parte de su blancura helada permanece adherida al tuétano de mis huesos, me hace temblar con 40º a la sombra, impide que mi piel se broncee en el Caribe y nubla mi vista cuando el cielo no está encapotado. Son también estos jirones nebulosos los culpables de mis despertares de madrugada, gritando con desesperación el nombre de Ret Butler, justo igual que Escarlata O'Hara, segura de que habrá un mañana, aunque no se trate de otro día, sino de la eterna y circular repetición de esos errores que provocan arrepentimiento incluso antes de ser cometidos. Estamos abocados al desastre. Tú y yo. Hijos de un Dios mayor, que fulmina con sus rayos a quienes trepan a los árboles para divisar el final del horizonte. Una vez me vi atrapada en una niebla más blanca que la nieve, más densa, más espesa, más consistente, más fría. No fue fácil escapar de su crujido de cristal. Es difícil cerrar los ojos y avanzar a tientas. Hay que aceptar la cruda realidad de que, a veces, nuestros pasos los guía únicamente el azar. No te logré encontrar. Ése es el hielo que me impide respirar, una niebla tentacular que, más tarde o más temprano, me ahogará. Sé que te da igual. Hace tiempo que me convertiste en un recuerdo naufragado en el fondo del mar, devorado por pirañas asesinas y otros peces carroñeros pendientes de clasificar.
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