Deberías haber estado allí, pero no estabas. Contemplé la silla vacía al otro lado de la mesa y traté de imaginarte sobre ella; pero, al cumplir los cuatro años, como el resto de los niños, perdí el don de otorgar corporeidad a los fantasmas. Tu ausencia es lo único que registraron mis pupilas. Como la zorra de la fábula, me dije que las uvas no estaban maduras, que no estás hecho para mí, ni yo para ti y que, seguramente, sea mejor así. Traté de culpar al destino de la imposibilidad de nuestra unión, pero era sólo un intento desesperado de evitar señalar a los auténticos culpables. La rueda de reconocimiento termina con un equívoco resultado negativo. Ninguno de los dos queremos acabar entre rejas, pero ya es hora de asumir nuestra responsabilidad y confesar el crimen. Tú no vienes a mí por miedo y no me voy de ti exactamente por la misma razón. Esta puta vida de mierda no nos separa a cada instante, sino que somos nosotros los que nos mantenemos a una distancia prudencial, tan lejos (como para no morir abrasados) y tan cerca (como para no morir congelados). Eres el acorde discordante de la sinfonía de mi vida y yo nunca he sabido muy bien lo que soy, lo que fui o lo que seré para ti; pero sí sé que tengo que dejar de contemplar la silla vacía, salvo que sea capaz de volver a tener menos de cuatro años.
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