Las uñas rotas de arañar el vacío y la voz quebrada de vociferar tu nombre. Tu adiós es un tajo en mi garganta. La sangre borbotea sin descanso, mientras trato de calcular los segundos que me restan antes de desplomarme inerte sobre este suelo de granito. Mi cara fracturada por el golpe. Las campanas de la catedral de San Vito tañerán anunciando el funeral de nuestros sueños. Tú tan lejos y yo tan cerca de la nada, fagocitada por esta noche dilatada. Pupilas contraídas ante el exceso de luz que arrojan tus silencios. Nadie se atreve a cerrar mis párpados. Mis pestañas muerden. Suenan risas redimidas en cuanto mi féretro se pierde de vista. Un cementerio hostil. Un epitafio dislocado. Por muy hondo que lo entierres, mi cadáver seguirá tronando lágrimas de alabastro, mientras mi saliva escupe relámpagos de acero. El perdón es cosa de cobardes. La venganza, la gasolina de los valientes.
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