Hay ratas bajo mi cama, royendo poco a poco mi colchón. Algún día alcanzarán mi cuerpo y rasgarán mi carne hasta dejar al aire mis entrañas. Por eso he de levantarme y abandonar mi cuarto, salir a la intemperie y morir de frío, si no quiero fallecer víctima de la peste bubónica que se extiende a mi alrededor. Los niños lloran la podredumbre de sus madres. Los padres sollozan el envenenamiento de sus hijos. Los pechos sólo producen leche no potable. Todas las lágrimas son negras. También las mías. El veneno recorre nuestras venas y corrompe la carne hasta romper la piel. Sólo somos carroña a punto de ser devorada por las fieras. El viento sopla, pero no dispersa el olor de los cadáveres. Somos zombies putrefactos que caminan por inercia, sin orden, ni concierto, ni propósito, ni memoria. Nos extinguimos sin ser conscientes de nuestro fallecimiento y fingimos que pensamos, a pesar de haber destrozado nuestros cerebros a base de pastillas silenciadoras de ideas que nadie quiere escuchar. No hay motivos para reír. Por eso duelen tanto las carcajadas de las hienas.
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