Pienso en ti. Todo el tiempo. Sin metáforas que maquillen la imposibilidad de cauterizar la herida. La magnitud del desastre sólo subraya la debilidad de mi cambiante voluntad. Conozco la solución, pero me niego a admitir el problema. Mirar al Norte. Conducir sin pausa, desdeñando esta página plagada de tachones que no consiguen ocultar tu nombre. Negar el canto del gallo para no admitir que te negué más de tres veces. Caminar descalza sobre la playa equivocada. Sólo el mar que purifica mis tobillos es correcto. Girar la cabeza y enfocar la mirada en objetivos inalcanzables, incluso para los que no son miopes. Temblar de frío, tal vez de miedo. Susurrar plegarias agitadas por el viento. Rezar al sol que parpadea tras las nubes. Romper las rocas en busca del calor depositado en su interior. Dos niñas construyen castillos de arena sin importarles que las olas puedan derribar su magna obra. Las bombas estallan. Los rascacielos caen. Es imposible reconstruir una ciudad cuyos cimientos son de barro, pero tú continúas tratando de edificar sobre aguas pantanosas. No hay prisa, dices, mientras repican las campanas de las once.
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