Llueve y las gotas son puñales desdentados que rasgan la piel de los que se atrevieron a salir de casa sin llevar paraguas. Intento no mirar la masacre de los más desprotegidos, pero mis pies chapotean en la sangre de sus charcos. Todo es húmedo y frío e inhumano, un terrorífico paisaje apocalíptico, que estrangula con alambre de espino los globos oculares de los espectadores más sensibles. Quiero correr, huir de la escena del crimen, pero para ello debería soltar mi paraguas, arriesgándome a acabar yo también empapada de sangre, sudor y muerte. Por eso permanezco quieta, escuchando el monótono martilleo del agua al golpear las pieles amoratadas. Las lágrimas aporrean las compuertas, pero yo refuerzo la cerradura con excusas en las que ni yo misma tengo fe. Cierro los ojos y un grito de lava se abre paso a través de mi garganta. El día acaba y la noche extiende sobre nosotros sus tentáculos de anguila. La lluvia continúa cayendo, sembrando de cadáveres las calles de la ciudad dormida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario