El deseo es una planta carnívora que devora los insectos de la razón, horadando huecos en los cuerpos que sólo ansían permanecer unidos, licuando la carne en ríos de lava enfebrecida, que calcinan la tierra que osa interponerse en su camino. Ya no me quedan motivos para no sumergirme en el nocivo aliento de la gruta de tus labios. Ya no puedes inventar excusas para no recorrer los untuosos peldaños de mi columna vertebral. Descendamos juntos a los infiernos de los que Orfeo no logró rescatar a Eurídice. Perezcamos carcomidos por las llamas y, reducidos a cenizas, contemplemos el lento ascenso de nuestra alma evaporada, dos mitades que vuelven a convertirse en unidad en las capas superiores de la atmósfera. Poco importan las consecuencias de nuestros actos. El deseo es una planta carnívora que ha devorado todos los insectos de la razón, horadando huecos en las neuronas que nunca llegaron a nacer, imprimiendo imágenes que jamás alcanzaremos a ver. No me pidas que me calle. No detengas mi lengua en carne viva. No refrenes tus manos clandestinas. No dejes que se pudran los esquejes que plantamos en el alféizar de la noche más oscura. Nuestros pies tantean el borde del precipicio y, asustados, resbalan sobre la grava. Dejarnos caer sería tan absurdo como tratar de sujetarnos a las aristas de las rocas. No hay salida. Tampoco entrada. No es la primera vez que pisamos en falso, ni la última que se quiebran nuestras rodillas al golpearse contra el suelo. El agua corre bajo la tierra, siempre huyendo del comienzo de su vida. Dos lágrimas se escurren entre mis apretados párpados. Yo sólo quiero enterrarte entre las cañas de mi barro y que tú arranques los juncos que circundan mis marismas, pero nos hundimos en océanos extraños de los que nadie será capaz de rescatarnos.
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