Sólo somos dos cobardes que esperan sentados a que el destino libre las batallas que no nos atrevemos a afrontar. El tiempo pasa y tú no impides que me aleje un poco más. Caemos en picado y yo no evito que te agarres a los clavos ardiendo de la pared de espino. Estrellas pertenecientes a constelaciones cuyo nombre no somos capaces de adivinar trazan caminos que no tenemos valor para seguir. Antes de amanecer, todo está en calma. Sólo nuestros sueños abortados revuelven las sábanas de dos camas separadas por kilómetros de más de mil metros. Somos dos náufragos a la deriva que huyen de su tabla de salvación. Las algas se enredan en mis piernas, en mi pubis, en mis muñecas, arrastrándome hacia un fondo lleno de cortantes abismos de coral. Tú descansas sobre las escamas del resbaladizo regazo de la última sirena varada en tus caderas. Cada vez que tratamos de respirar algo de oxígeno, una bocanada de agua encharca nuestros pulmones. Me hundo en el mar de mi propia sangre, mientras añoro tus oscuras pupilas de gris cobalto, que siempre dijeron lo que los dos callamos. Tú flotas en la espuma de mis versos, que siempre callan lo que nunca nos diremos.
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