Saber que todo es nada y que la nada es un gigante que nos aplasta contra el suelo. Certificar que el olor de las cloacas es la única colonia que perdura sobre nuestra piel tras 24 horas de sangre, sudor y lágrimas. Buscar tu mano y encontrar sus garras, tratando de arañar las almas de aquéllos que aún conservan algo de esperanza. Chocar contra el plomo de un cielo encapotado de desgracias y escuchar el grito del cristal de nuestras cabezas, dinamitadas en mil millones de diminutas partículas de vidrio. Nuestros pedazos no hieren a los verdugos, pero escuecen a los espectadores del auto de fe, que, aún así, permanecen inmóviles. Todavía piensas que se puede salir de la ratonera, pero sus pasadizos son interminables. Fue bonito mientras duró el engaño, pero cada vez resulta más evidente que las migas de pan nos obligan a correr en círculos. La única forma de escapar es parar, dejar de buscar, cerrar los ojos, contener la náusea y esperar a que el tiempo horade un agujero que nadie sea capaz de distinguir con los párpados abiertos.
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