Está pasando, pero tú no te das cuenta. Sin notarlo, aquella noche cambió toda tu existencia. El destino teje una tupida bufanda alrededor de tu cuello. Te miras en el espejo, pero olvidaste las lentillas y no quieres reconocer la miopía. Dices que todo está bien, pero no ves si lo está. Sonríes, ignorante de lo que ocurre, pero ¿qué importa? Aunque lo supieras, no podrías hacer nada por evitarlo. Caminas directa hacia la meta que deseas evitar. Aquella noche. Aquella maldita noche. Alguien debería haberte advertido que las palabras son aviones de papel: una vez lanzadas, resulta casi imposible determinar el alcance de su recorrido. Pero tú doblas los folios, les das la forma adecuada y, luego, los arrojas desde la azotea. ¿Por qué piensas que se estrellarán antes de llegar al suelo? Las bombas caen sobre el asfalto, pero los tuyos son aviones de combate, preparados para esquivar cualquier amenaza a su existencia. Tus palabras vuelan, precipitándote hacia el borde del precipicio. Tus palabras te empujarán a dar el salto y, cuando quieras darte cuenta, ya no tendrás donde agarrarte. Ya está pasando, pero tú no quieres verlo y cierras los ojos y aprietas los labios y tus párpados sangran lágrimas de alabastro.
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