Amor ectópico, fuera de sitio, lacerante como dentellada de diamante sobre superficie de cristal. Contemplamos su lento y ¿homicida?/¿suicida? crecimiento, incapaces de extirpar la inviabilidad de este ser tan incomprensible como informe. Cada día que transcurre descentra un poco más nuestro alcohólico centro de gravedad. Yo no estoy y tú te vas. Yo me voy y tú no estás. ¿Cuántas estrellas mueren cada noche? ¿Acaso gritan al fallecer? ¿Por qué giran tanto las ideas y tan poco los sentimientos que tratamos de esconder? La distancia es siempre relativa, hasta que se convierte en abismo tatuado en la planta de los pies. Somos enanos que se creen gigantes tras contemplar su reflejo en un espejo de feria, pero en el circo no hay magia, sólo trucos y nadie puede enseñarnos a convertir lo que no es en lo que es. La vida es una carretera trazada por un niño epiléptico y tú y yo sólo queremos vomitar en el arcén.
Blog en el que buceo en universos paralelos distantes y distintos encerrados en el centro de un protón del núcleo del átomo de mi existencia.
viernes, 25 de septiembre de 2015
lunes, 14 de septiembre de 2015
Necesito este momento
Necesito este momento, este segundo en el que las cucarachas, ratas y serpientes dejan de existir, este espejismo de paz y días sin lluvia. Necesito este instante de silencio sin rasgar por el filo de ninguna palabra fuera de sitio, de ruidos informes e intangibles, de monstruos amordazados por el humo de la ingrávida inercia insostenible. Necesito cerrar los ojos, quedarme a solas con mi miedo, domesticar el temblor de mis párpados insomnes, resistir el peso de su iniquidad desangelada. Necesito otorgar consistencia a esta burbuja, apuntalar las paredes del paréntesis, quedarme quieta, dejarme (hu)ir. Necesito reconstruir la calma derruida, ensamblar las ruinas, cimentar la fe en lo escondido. Necesito numerar las trece tristes despedidas de Stu Larsen, agitar las manos sin despegar los pies del suelo, decir adiós a los fantasmas, ahogar la pena entre mis lágrimas y esparcir al viento los recuerdos. Necesito incinerar mis dudas, enterrar el esqueleto de tu ausencia, vestir de rojo en el funeral de los valientes. Necesito columpiarme en mi soledad y, cuando la soledad termine, envenenar a todas las alimañas que traten de devorar la seguridad de mi refugio. Necesito matar, pero no morir para poder resucitar.
jueves, 3 de septiembre de 2015
Caídas (IX)
El problema no es el vértigo, sino la sensación de vacío bajo los pies, esa milésima de segundo en la que te das cuenta de que no tienes nada a lo que agarrarte y comprendes que, irremisiblemente, vas a caer. Es sólo un instante, pero parece eterno y no sabes qué hacer con el elástico alargamiento de ese segundo inaprehensible. El dolor de lo inevitable, de aquello que ocurrirá en contra de nuestra más firme voluntad. Sólo hay dos opciones: morir luchando o dejarse ir. Sabes que nada de lo que ocurra a partir de ahora depende de ti (tampoco nada de lo que ha ocurrido antes), así que cierras los ojos y rezas para que termine pronto, para enfrentar cuanto antes el impacto y poder evaluar los auténticos daños de esta nueva precipitación en el abismo. Y el momento se descongela y, finalmente, caes y la caída duele, pero no tanto como pensabas y allí estás otra vez, mosca aplastada contra el cristal, que intenta, sin éxito, agitar sus alas atrofiadas y emprender de nuevo el vuelo; pero tus piernas no responden, tus tibias relampagueadas de vergüenza y tu corazón paralítico de determinación. Miras hacia arriba y contemplas a todos aquellos que nunca perdieron el paso, ni equivocaron el camino, enhiestos cipreses a quienes el viento más huracanado no consigue doblegar. Te gustaría ser como ellos, no tener que inventar fuerzas con las que volver a ponerte en pie, no verte obligada a utilizar los restos de ti misma para izar tus restos a media asta. Dos latigazos de fuego en las espinillas y un grito de rabia que te niegas a liberar de la mazmorra de tu estómago. Estás cansada, tan cansada como la risa de la tarde antes de emitir su último suspiro; pero hay una mirada que te aúpa, una Verónica que enjuga el sudor de tu frente y la sangre de tus sienes, una sonrisa que ahoga el llanto. Y tomas su mano y cojeas erguida, orgullosa de tu hazaña, machacado el miedo a las sombras que oscurecen el final de la escalera.
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