El problema no es el vértigo, sino la sensación de vacío bajo los pies, esa milésima de segundo en la que te das cuenta de que no tienes nada a lo que agarrarte y comprendes que, irremisiblemente, vas a caer. Es sólo un instante, pero parece eterno y no sabes qué hacer con el elástico alargamiento de ese segundo inaprehensible. El dolor de lo inevitable, de aquello que ocurrirá en contra de nuestra más firme voluntad. Sólo hay dos opciones: morir luchando o dejarse ir. Sabes que nada de lo que ocurra a partir de ahora depende de ti (tampoco nada de lo que ha ocurrido antes), así que cierras los ojos y rezas para que termine pronto, para enfrentar cuanto antes el impacto y poder evaluar los auténticos daños de esta nueva precipitación en el abismo. Y el momento se descongela y, finalmente, caes y la caída duele, pero no tanto como pensabas y allí estás otra vez, mosca aplastada contra el cristal, que intenta, sin éxito, agitar sus alas atrofiadas y emprender de nuevo el vuelo; pero tus piernas no responden, tus tibias relampagueadas de vergüenza y tu corazón paralítico de determinación. Miras hacia arriba y contemplas a todos aquellos que nunca perdieron el paso, ni equivocaron el camino, enhiestos cipreses a quienes el viento más huracanado no consigue doblegar. Te gustaría ser como ellos, no tener que inventar fuerzas con las que volver a ponerte en pie, no verte obligada a utilizar los restos de ti misma para izar tus restos a media asta. Dos latigazos de fuego en las espinillas y un grito de rabia que te niegas a liberar de la mazmorra de tu estómago. Estás cansada, tan cansada como la risa de la tarde antes de emitir su último suspiro; pero hay una mirada que te aúpa, una Verónica que enjuga el sudor de tu frente y la sangre de tus sienes, una sonrisa que ahoga el llanto. Y tomas su mano y cojeas erguida, orgullosa de tu hazaña, machacado el miedo a las sombras que oscurecen el final de la escalera.
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