Ella se emborracha de palabras enredadas, de silencios dilatados en invierno y canciones alérgicas al miedo. Ella vomita su dolor en una arcada, pero el ácido que corroe sus entrañas continúa desgastando poco a poco su garganta, horadando heridas, tiñendo de sangre su saliva. Ella traza eses que no caben en un tango, sus tacones confundidos de portal, mirada turbia, niebla etílica y un nuevo error crucificado en el altar. Ella duerme entrecortada, la conciencia amordazada y un gramo de amnesia entretejido en el relleno de la almohada. Ella despierta sin resaca, pero mareada de metáforas sin plumas, de paréntesis sin fronteras que acoten su extensión y melodías enquistadas en el tambor de su esternón. Ella no sabe qué hacer con todo esto, así que cierra los ojos para poder descansar en su interior. Ella sueña cosas que no entiende, mundos que ningún pincel podría retratar, seres fantásticos, monstruos deformes y algún que otro espectro sin anillar. Ella se desliza entre las sábanas, abandonando silenciosa otro colchón que no es su hogar. Ella abre la puerta a una nueva mañana preñada de desgracias que ningún Zola osa ahora narrar. Ella sigue las señales tatuadas en las baldosas amarillas que Dorothy ya no pisa al caminar, minúsculos fragmentos de arco iris, desteñidos por la lluvia que los cobardes gatos consiguen evitar. Ella no quiere ser quien es, pero cada vez que intenta ser distinta, los mismos zapatos se calzan a sus pies. Ella vaga, a veces corre, nunca quieta, siempre informe. Ella te mira. Tú no respondes. Ella se muestra. Tú sólo escondes. Ella se acerca. Tú...
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