Vive en una ciudad oscura, en un agujero sin luna y noche huérfana de aurora boreal. Llora sin derramar pena, silenciosamente inerte, convencida de que esta herida es sólo un túnel que guiará su huida hacia cualquier otro lugar. Afuera gimen las sirenas, sembrando el miedo, acongojando el corazón de las hormigas. Ya no hay hadas, sólo brujas y monstruos que devoran los sueños que no se llegaron a abortar. Las estrellas son tan fugaces que es inviable formular un deseo antes de que choquen contra la fina línea que sirve de frontera entre el cielo y el mar. La tierra es sólo bruma y fango y niebla y piedras que los peones ordenan, construyendo muros imposibles de saltar. Cada humano es una isla y cada isla un país sin gobernante, ni ley, ni Dios, ni hogar. Las marionetas rezan al vacío que habita en su interior, obviando la mano que mueve los hilos que articulan sus movimientos. No hay peor ciego que el que no quiere ver o puede que sí, ¿por qué acaso es mejor querer ver y no poder? Este viento es enfermizo, oleaje de aire batido por alas de murciélago, huracán de humo y ceniza, presagios negros, como graznido de cuervo afónico. La angustia es una úlcera en el estómago de la esperanza, una arcada de sangre que agita el cuerpo de los desarrapados, dolor perenne, inmune al cambio de estaciones. Y llega el día, pero no la luz y los aullidos de las bestias se parecen tanto a las palabras de los demonios que tratan de comprar su alma...
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