Llévate un pedazo de mí cuando te vayas o, mejor aún, llévame entera, no dejes nada, ni siquiera el polvo de mis huellas difuminadas sobre el suelo. No quiero convertirme en la sombra de tu ausencia. No puedo ondular sinuosa sobre el recuerdo de tu nombre. Pero no me haces caso, marchándote sin robar ni un mísero milímetro de mí, sin ni siquiera tomar prestado aquello que una vez te di como regalo. Te alejas, sin dudar, sin mirar atrás, como si quedarte anexado a mi costado jamás pudiera ser contemplado como opción. Y yo me descompongo en fragmentos que nadie se molesta en recoger, en astillas sobre las que el fuego ya no prende, en motas de lluvia que molestan, sin calar, a los viandantes. Y crujo, cristal triturado por muelas de diamante, madera seca, desvencijada y fuera de sus goznes. Y vuelve el miedo y sopla el viento sin descanso, anidando el frío en mi regazo, la soledad columpiada entre mis manos, dolor perenne, que nunca cambia de aspecto ni estación.
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