Era hermosa, sobre todo, después de una febril noche de insomnio: sus ojos acuosos, enajenados de razón; una pupila ausente, perdida en otros mundos; la otra pupila, titilante de tristeza. Él quisiera comprender todos sus misterios para poder dejar de amarla, ignorar el viento que aúlla en sus marismas, olvidar que, en contra de lo que preceptúa el bíblico relato, él es hombre que salió de su costilla. Ella soñaba recuerdos de otras vidas, desastres que tuvieron lugar hace tanto tiempo que nadie puede ahora recordarlos, cataclismos de un futuro tan lejano que no sabemos si alguna vez llegará a ser presente. Él la mira siempre de soslayo, ángulo muerto que no resucitará al tercer día, avión suicida fuera del alcance de los radares enemigos. Ella vagaba entre los vivos, como penan los fantasmas de los castillos escoceses. ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Por qué ese empeño en enderezar las curvas del camino? Él quiere estrellarse en la caverna de su ombligo, morir de sed en la playa de su vientre, pidiendo auxilio a las gaviotas de sus labios; pero el sol alumbra hoy en otras costas y él no sabe navegar entre la bruma ni pilotar esperanzas de papel en la tormenta. Ella mecía su vértigo a lo desconocido entre las ramas de los sauces, arrancando lamentos quejumbrosos a las últimas horas de una tarde de domingo. Él cuenta los minutos que separan sus desvelos (las matemáticas sí mienten). La noche aprieta con saña los corazones más esquivos. En cada estrella, un deseo, y en cada fuga, seis gotas de lluvia que nunca llegarán a tocar el suelo.
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