Ella llena el silencio de palabras que ahuyentan a los monstruos. Él la mira, como contempla el suicida el precipicio, sin saber si, cuando tire de la anilla de sus labios, se abrirá el paracaídas de sus brazos. Ella sonríe, como si no existiera el llanto en este mundo, como si el dolor no hubiera azotado jamás la comisura de su boca, como si, al cerrar los ojos en mitad de la tormenta, no temblara ante la idea de que, al volver a alzar los párpados, el vendaval haya podido arrancar de cuajo todo su mundo. Desde que la conoce, él ha comprendido que la felicidad es un instante intermitente, una carta escrita en Morse, un niño tartamudo que ensaya en la última fila del coro de la iglesia. Ella trata de alejarse, de seguir las huellas impresas por la estampida de los monstruos, siempre en búsqueda de una nueva ciénaga en la que sumergir su amor hasta las cejas; pero, cada vez que él corta un eslabón de la cadena, ella regresa al epicentro del desastre, esclava de un secreto tatuado en su antebrazo, súbdita de una idea que palpita en la boca de su estómago. Ambos saben que no importa, que, si no saltan al abismo, el abismo acabará saltando sobre ellos, guepardo sediento de carne cruda y sangre fresca, depredador impío, buitre certero. El cadalso ha sido hace tiempo levantado, pero ninguno de los dos ha decidido aún si prefiere que sea su cabeza la que ruede sobre el suelo o su mano la que empuñe el hacha fratricida. Poco importa morir cuando se sabe que resucitarás al tercer día.
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