Hay errores que tenemos que asumir, equivocaciones de las que no nos está permitido desvincularnos, fallos de los que no podemos culpar a otras personas. La mayor parte de la gente no lo entiende; pero tú y yo, sí. Tú y yo siempre fuimos conscientes de lo que hacíamos y de las consecuencias que desencadenaría la falta de aleteo de aquella estúpida mariposa: siete huracanes y algún que otro tornado, antes de alcanzar la calma que enmascaraba la mayor y más terrible de todas las tormentas que han azotado nuestro espíritu. Nos perdimos a sabiendas, agitando a la vez brazos y piernas, ansiosos por quedar sepultados en aquellas arenas movedizas que a tantos incautos habían deslizado por su esófago. Abrimos la boca de par en par, ahogándonos, no por accidente, sino porque así lo había decidido nuestra autodestructiva propia voluntad. Es una muerte lenta, una agonía que aún no ha concluido, un suicidio que no termina de desplegar todos sus efectos. Pero es reconfortante saber que tú y yo somos los únicos responsables de este dolor, que la mala suerte no tiene nada que ver con todo esto, que elegimos lo que tenemos, aunque, probablemente, mereciéramos algo bien distinto. Y puede que el aciago final que sobrevuela nuestros bocetos de cadáveres no sea del todo inevitable; pero, como ambos bien sabemos, los viajes en el tiempo no son físicamente posibles.
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