A veces se nos abren las heridas y los recuerdos se deslizan sinuosos sobre la piel que nunca hemos rozado. ¿Qué fue cierto y qué mentira? ¿Cuántos pasos separan la carrera de la huida? Nunca sabrás lo cerca que estuvimos del desastre. Nunca te confesaré lo que ahora escondo entre estas líneas. Fui el globo de helio y tú el niño que deja que el cordel se escurra entre sus manos. Voy directa hacia las nubes y sé que tú nunca aprenderás a despegar los pies del suelo. Dime, ¿alguna lágrima se desliza, vergonzosa, por tu mejilla? Estoy demasiado lejos para apreciarlo o, tal vez, el problema es que no llevo puestas las gafas. Por si tú también te las has olvidado en casa, ahora mismo, yo tengo la cara embadurnada de rímel y sólo tus labios podrían drenar el alquitrán que contamina mis pestañas. Los peores demonios son aquéllos a los que no acertamos a poner nombre: la corriente eléctrica que me sacudía en tu presencia, esa incontrolable sonrisa que tratabas de espantar con una pasada de tu mano sobre tu rostro. Yo quería mirar hacia delante, tú en cualquier otra dirección, pero ambos cerramos los ojos, mareados de tanto negar nuestros abismos. Las imágenes del pasado giran cenicientas en mi cabeza, hasta provocarme una jaqueca insoportable. Quiero que me preguntes qué me pasa, si estoy bien, si hay algo que puedas hacer por mí; pero tú, que ya conoces todas las respuestas, sólo callas y tu silencio es una flecha en mi costado, atravesando mi pulmón, impidiéndome recuperar el aliento que nunca me ha sobrado. Sí, lo sé. Tú no querías soltarme, pero yo necesitaba que lo hicieras para poder culparte.
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