miércoles, 2 de mayo de 2018

De sueños, monstruos y bosques

Anoche soñé contigo y, esta vez, a diferencia de las otras, tú eras tú y verte me dolía y me alegraba a partes iguales. No recuerdo mucho más, pero me parece que tú sonreías y que, sorprendentemente, ya no me odiabas. Fue bonito, aunque no se tratara más que de otra estúpida mentira urdida por mi incorregible inconsciente. Y ahora, con los ojos bien abiertos, completamente despierta, me pregunto dónde estás, qué haces, con quién sueñas y sólo sé con certeza que no estás aquí, que no volverás a hacer nada conmigo y que, probablemente, mi recuerdo ya no se cuele en ninguna de tus madrugadas, ni siquiera en forma de recurrente pesadilla incómoda y supongo que eso es lo que realmente me molesta, que el dolor y el abandono hayan perdido su inicial reciprocidad, que ya no tengas ganas de destrozar habitaciones por mi causa, ni te escuezan las fotografías que tomaste como rehenes, cuando aún creíamos que el final no era realmente tal. Me gustaría que todavía quedara algo de ira circulando por tus venas, que también te frustrara el modo en que gestionamos los silencios (siempre rompiendo los que debíamos haber perpetuado y prolongando los que hubiera sido mejor haber dinamitado) y, para qué negarlo, que te mordieras compulsivamente las uñas, tratando en vano de amputar las últimas células que me arrancaste cuando tus dedos aún deseaban recorrer los laberintos de mi espalda desnuda. Pero no, intuyo que, finalmente, lograste encadenar a la fiera, antes de que devorara con violencia los últimos atisbos de sentido común que frenaban tus instintos. Volviste al redil que otros construyeron para ti y yo permanecí en el bosque, mis manos escarbando en la tierra que no nos servirá de lecho, mi pelo enredado entre las hojas secas del otoño. Dime, ¿llegaste siquiera a ver aquella maldita película o sigues sin comprender nada de todo esto que ahora trato de explicarme?

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