Puedo mentirme, decir que no recuerdo la luz de tu risa (tampoco el calor de tus lágrimas bañando mi cuello). Puedo juzgarte, llamarte cobarde, calificarte con mil y un adjetivos que cuestionen tu honor. Puedo fingirme libre del eco del abrigo de tus brazos, extranjera en la meseta de tu pecho, peregrina que jamás se ha dirigido hacia la cruz de tu esternón. Puedo culparte, depositar en tus hombros un nuevo fardo de responsabilidad que no te corresponde, condenarte por todos los pecados que me han conducido hasta este infierno. Puedo tratar de ocultar la lluvia de abril tras un par de flamantes gafas de sol, pero las gotas continuarán repicando tras los cristales, llamando a difunto, reblandeciendo la tierra del cementerio. Puedo acusarte de crímenes de lesa humanidad, de genocidio en masa y actos terroristas perpetrados con nocturnidad y alevosía, pero ¿cómo calcular el número de víctimas cuando las mismas no han sido aún engendradas? O, tal vez, podría enfrentarme al espejo, mirarme a los ojos y reconocer la ausencia de amnesia, la nitidez con la que continúo visualizando todas y cada una de las escenas que protagonizamos juntos, la felicidad y el dolor, la herida aún en combustión. También podría llamarte, verbalizar el error del amor y la inverosimilitud del olvido, el aguijoneante deseo que aún escuece bajo la piel. O, quizá, lo único que necesitemos sea otorgarnos el perdón, porque ambos fuimos coautores del crimen, del puto homicidio por omisión y, aun así, ¿habríamos podido sobrevivir a las consecuencias de la acción? Y recorremos los mismos lugares en momentos tan distintos como inciertos. Y dejamos que el viento agite los silencios y que el tiempo horade la roca del orgullo, pero la erosión es siempre demasiado lenta y el corazón enervantemente proclive a fallecer por falta de oxígeno. Todo se reduce siempre a lo mismo: hace frío y tú no estás.
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