Era un día extraño, preñado de melancolías epilépticas. No te echaba de menos a ti, sino a quien yo era estando contigo. O, quizá, no fuera así. Tal vez te extrañaba un poco, a ti o a la ficción que había creado en torno a tu recuerdo. Amenazaba lluvia, pero el cielo no se decidía a comenzar a escupir sus reproches sobre nosotros. La ansiedad fue humedeciendo mis contornos hasta desdibujar mis límites. Había tantas cosas que nunca me atrevería a confesarte... Palabras que intenté tragarme y ahogar en los jugos gástricos de mi estómago, pero que, aún hoy, permanecen suspendidas de mis cuerdas vocales, inmunes a la fatiga y al desaliento, empeñadas en sobrevivir al holocausto. Tal vez lo consigan y sea a ti y no a mí a quien exterminen. El tiempo transcurría a trompicones, igual que el pasado que martilleaba entre mis sienes. Yo tampoco quería rendirme, pero la verdad era un río de vómito que trepaba, desbocado, mi garganta. El silencio me escocía entre los labios, mientras regurgitaba las excusas que me incitaban a permanecer callada (la mentira es la coraza que nos protege de la locura). Quería gritar, hendir el aire de quejidos viscerales, acuchillar todas y cada una de nuestras imposibilidades. Pero continué muda, sarcófago de secretos, ánfora de llanto. Y levanté la vista, pero las nubes siguieron sin desgarrar su furia sobre mí. Algunos relámpagos no despiden luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario