Siempre está a punto de ocurrir, pero nunca termina de pasar: el apocalipsis amordazado por los alérgicos a la deflagración y los adictos al terror. Nos quedamos en la plaza, escuchando el admonitorio discurso de Savonarola y seguimos allí, aplaudiendo su ejecución, vitoreando la reducción a cenizas de su herético cadáver. Juzgamos, sin aceptar ser juzgados. Disfrutamos el sufrimiento ajeno, pero aborrecemos del propio y olvidamos que también los fariseos estaban convencidos de la rectitud de su conducta. Somos los descendientes de la serpiente que expulsó a Adán y Eva del Paraíso; pero, en nuestra imaginación, hemos mutado de pecado en pecador, de tentación en deseo satisfecho, de castigo en castigado. Siseamos a los cuatro vientos las mentiras que urdimos en las tinieblas de la nada. Engañamos a los otros y, sobre todo, a nosotros mismos. Fingimos que tenemos el control de este barco a la deriva y, cuando encallamos en las rocas, nadie tiene duda alguna de que eso era justo lo que buscábamos, por más que hubiéramos anunciado previamente nuestro arduo deseo de adentrarnos en lo más profundo de la mar (seríamos un chiste, si no fuéramos verdad). Y pasan los años y, por más mechas que encendamos, la dinamita no termina de explotar (nuestros labios desnudos de excusas, pero aún férreamente sujetos por el miedo al qué dirán).
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