viernes, 10 de enero de 2020

Canibalismos (IX)

Los días corrían, como liebres perseguidas por los zorros. Yo, sangraba, cual Cristo azotado en la columna, espalda lacerada por el látigo, carne abotargada bajo el restañar del cuero enfurecido. Se aproximaba el final de otro año malgastado, de meses derrochados en lechos equivocados, de días interminablemente vacíos de sentido. Sólo había dos opciones: continuar recorriendo dócilmente todas y cada una de las estaciones del calvario o utilizar la corona de espinas como arma defensiva. Todo habría sido muy distinto si tú hubieras estado dispuesto a descender mi cuerpo de la cruz... Hacía tiempo que había perdido la fe en tus silencios, siglos desde que comenzara a idolatrar a tu abandono (los más fervorosos creyentes siempre terminan aniquilando a su Dios). No sé cómo ni por qué, pero, repentinamente, decidí no seguir rezando ante el altar de tu desdén, clavar mis uñas en la muñeca opresora, rasgar las venas que me ahogaban, drenar la ira del verdugo. Y, ahora, soy un perro rabioso que ha perdido el miedo a ser sacrificado, un condenado a muerte determinado a que se incumpla la sentencia, el Etna un segundo antes de entrar en erupción. No habrá lienzo que enjugue mi rostro, ni sábana que amortaje nuestros restos. Se pudrirán los cadáveres sobre el campo de batalla y sólo los cuervos serán capaces de alcanzar el paraíso.

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