miércoles, 29 de abril de 2020

Canibalismos (X)

Búscame. Siempre he estado ahí, incluso cuando me propuse dejar de estarlo. Soy adicta a tus desastres, yonqui de tu dolor, devota del aspersor de tus lágrimas. O quizá se trate de algo bien distinto, algo que no me atrevo a esbozar en estas líneas, por miedo a que adquiera la entidad que trato desesperadamente de negarle. Es curioso lo que une y separa a las personas, aunque me parece que ya hablé de eso en otra parte. ¿Por qué siempre me ha resultado tan difícil saber si la pena por la que lloro es propia o ajena? ¿Por qué no consigo liberarme del abrazo de nuestras desgracias compartidas? A veces pienso que mi lecho es una tumba. Otras, que el cementerio es mi único hogar. Vivo rodeada de espectros y la mayoría de ellos aún continúan vivos. ¿Por qué cuesta tanto respirar cerca de las luces de los muelles? ¿Por qué me empeño en repetir preguntas cuya respuesta no deseo aceptar? ¿Tú también has vuelto a alguno de los escenarios de los crímenes? Ciertas noches, tu recuerdo clava sus colmillos en mis muñecas, sorbiendo mi sangre hasta dejarme exangüe. Determinados días, tu sombra se pega a mis talones, haciendo el amor con la proyección de mi cuerpo sobre el asfalto. No siento el orgasmo, pero sí el eco de su vibración. Déjame chapotear un rato en el alquitrán de estas metáforas. Ya habrá tiempo de drenar el petróleo de nuestros pulmones o de ahogarnos en la negrura de nuestros temores más oscuros. Ahora permíteme ensuciarme de recuerdos lacerantes, de futuros imposibles y presentes abortados. Sólo espero que ésta sea una de esas enfermedades para las que jamás se encuentra cura.

miércoles, 15 de abril de 2020

El diluvio

La lluvia no siempre limpia; a veces, sólo encharca (mis pulmones, ahora mismo). Vi cómo se acercaban las nubes, preñadas de llanto, pero seguí negando la inminencia del diluvio. La esperanza es lo último que se pierde, pero cuán rápido se evapora cuando el desastre se quita la máscara y muestra su sádica ineludibilidad. Me ahogo. Soy un buzo a quince metros de profundidad y sin botella de oxígeno. Debería subir a la superficie, pero hace tiempo que dejé de distinguir el cielo de la tierra. ¿Y si siempre hubiera sido una criatura abisal? ¿Y si para poder respirar sólo he de hundirme un poco más? No me duele el diluvio, sino que tu sonrisa ya no me sirva de tabla de salvación. Te marchaste tan despacio que cuando quise seguir tu rastro tres inviernos habían sepultado ya todas tus huellas. Si al menos en alguno de ellos hubiese nevado... No hace frío, sólo viento y ausencia y barro bajo los pies. Tu pérdida ha inundado mi sangre de dióxido de carbono, contaminando mis células con el recuerdo de lo que pudo ser. La tarde es una cortina de agua y yo un pañuelo empapado que el actor principal abandonó sobre el escenario, el puñado de versos que no se dignó a declamar, la actriz secundaria a la que ni siquiera acertó a mirar. No te preocupes. Aunque regresaras, yo ya no sabría volver.

domingo, 12 de abril de 2020

Septiembre (I)

El calor de tu cuerpo sobre el mío. Tu respiración acompasada al vaivén de mi pulmón. Ni un solo milímetro de carne contorsionado de tensión. Por favor no permitas que fallezca este momento. Es curioso cómo el verdadero amor nunca aplasta, sólo aligera, no importa cuántas decenas de kilos reposen sobre ti. Un sofá, dos ilusos dormidos ajenos al ronquido del tiempo que corre en nuestra contra (la lluvia inundando el exterior). No hace falta que te diga que te quiero. Resulta más que evidente para cualquiera de las cuatro paredes de esta incrédula habitación. Yo tampoco necesito que verbalices aquello que ya sé. ¿En qué momento certificamos la banalidad de las palabras? Y, sin embargo, mañana volverás a preguntarme por qué tengo que marcharme y yo te miraré a los ojos y recitaré un atajo de razones sin razón que no creerás (tampoco yo).