Anoche volví a tropezarme con el fantasma de tu nombre, justo cuando creí que tu espíritu había dejado de rondarme. Totalmente desarmada y sin ningún tipo de defensa frente al ataque de tu recuerdo, volví a experimentar ese terremoto interior capaz de agrietar el hormigón con el que había forrado las paredes de mi corazón. La piedra caliza de mis sentimientos se pulverizó en centésimas de segundo, mientras trataba de contener el torrente salado que golpeaba tempestuosamente contra las compuertas selladas hace tiempo de mis lacrimales.
Renuncié a toda mi existencia y traté de comenzar una nueva vida, en otro continente, donde nadie hubiera descubierto el ébano de tus ojos, la calidez de tu sonrisa, la musicalidad de tus palabras, el terciopelo de tus caricias o el paréntesis de tus piernas. Veté todos los libros, todas las películas y todas las canciones que pudiera asociar contigo. Utilicé el bisturí de mi determinación para extirpar todas las huellas que dejaste en mi cuerpo y en mi alma. Traté de convertirme en una mariposa multicolor y libre, capaz de volar tan lejos como quisiera y de deslumbrar a los demás con la belleza y ligereza de mis alas; pero no pasé de una oruga normal y corriente, atrapada en un capullo del que nunca logré escapar.
Me repetía a mí misma, una y otra vez, que la distancia es el olvido; pero, en la soledad nocturna de mi inmensa cama, sólo era capaz de recordar el modo en que, como buen virtuoso del piano, lograbas arrancar notas imposibles a las teclas de mi cuerpo. Intenté llenar el vacío de mi existencia ocupando las oquedades que sólo tú habías explorado con desconocidos a los que nunca quise conocer. Los días pasaban lentamente mientras me concentraba en fingir que nunca me importaste. Las noches se hacían interminables soñando febrilmente con un reencuentro fortuito e improbable. Y poco a poco se petrificó mi amor por ti y poco a poco te enterré en la fosa común de mis errores favoritos.
Y, justo cuando pensaba que me había desintoxicado de tus narcóticos besos y de tus adictivas palabras, tu nombre atraviesa un océano, que yo pensaba infinito, para aterrizar directamente en mi periódico matutino. El artista, siempre incomprendido e infravalorado, comienza a triunfar internacionalmente. Y se me queda cara de idiota al darme cuenta de que no ibas en serio cuando hablabas de renunciar a tu sueño imposible.
Y, mientras me planteo una huida sin retorno al País de Nunca Jamás, no me queda más remedio que aceptar la verdad: la eternidad de un amor sin principio ni final, el hiperbólico dolor de una ruptura unilateral, la desesperanza de un final sin perdices, el desencanto de una vida malgastada intentando olvidarme de ti.
Y, antes de que se agoten, entro en Internet y compro una entrada para tu concierto; pues si te amo secretamente en la distancia, también podré hacerlo silenciosamente en un patio de butacas.
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