A lo mejor estaba equivocada y no debí quedarme depositada en el medio de tu almohada.
Y quizá no debí decir que no queda sitio al que huir escapando ya de aquí.
Y, a lo mejor, sólo tal vez, no quiera conocer tu lado más cruel ni el claro del vergel del que quisiste emerger anteayer.
Y, sin embargo, sigo vomitando tus defectos sin efecto y mis miedos sin afecto.
Y las verdades sin tiento se me cuelan muy adentro y resquebrajan la firmeza de mi fiereza y tu dureza.
Me levanto de la cama y traspaso la ventana con mi mirada matutina y mis legañas vespertinas.
Y si el reloj da las dos me deslizaré por el corredor que conduce a tu oscuro corazón.
Puede que no haya espacio para dos, pero hay que intentar buscar un poco de calor.
Y me apoyo en el mostrador de tus sueños sin ton ni son y canciones desterradas de tu imaginación.
Y pido un bis que no resonará.
Y el piso de protección oficial tiembla sin parar.
El terremoto de tu adiós me parte la canción.
El ritmo y el compás se pierden en el qué dirán.
Y comienza a soplar el huracán del Yucatán.
La playa abandonada se tiñe de madrugada con tu desbandada.
No creo en barcos que regresan a buen puerto antes de que todo esté bien muerto.
Y los marinos no saben ser maridos ni aunque lo hayan decidido antes de haber partido.
La espada no afilada se clava en la columna de la espalda de mi alma.
La vértebra descalcificada ya no tiene más parada que el infarto al esternón.
El duro mecanismo se asoma al abismo que a duras penas atisbo.
Y se despeña una pequeña piedra.
Y me mareo al pensar que fuiste tú quien murió sin remisión.
Quizá, sólo tal vez, el desfibrilador sepa recomponer lo que había entre tú y yo.
Y el lazo se deslaza mientras el perro ladra junto al oído de tu resquemor.
Ya no queda nada en el cajón.
Ni ruido en la habitación.
Y se deshacen los susurros antes de caer del burro de tu indignación.
Y se apaga la tétrica canción antes de sonar las dos.
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