Mónica fue siempre una alumna aventajada, la primera de la clase, dueña de un expediente académico inmaculado y brillante. Aprendió a leer con sólo cuatro años, a multiplicar y dividir con cinco, a escribir sin faltas de ortografía con seis y resolver ecuaciones de primer grado con siete. A los ocho hablaba fluidamente inglés, francés y alemán, además de castellano y catalán, y a los nueve era capaz de escribir largas redacciones en cualquiera de estos idiomas. A los diez terminó la carrera de solfeo y a los once daba pequeños recitales de piano, interpretando magistralmente cualquier composición de Chopin. A los doce ganó su primera olimpiada matemática y a los trece su segundo certamen literario. Su padre siempre supo que era una auténtica superdotada. Su 140 de cociente intelectual no hizo más que confirmar esa segunda certeza.
Akeem nunca fue alumno de nadie, porque en su aldea no había escuela a la que acudir ni profesor del que aprender. Si hubiera estado interesado en asistir a clase habría tenido que recorrer a pie los cinco kilómetros que separaban su hogar del centro escolar más cercano, pero no pagan por estudiar y sí por trabajar y Akeem optó por lo segundo para poder colmar de vez en cuando un estómago lleno de huecos. A los cuatro años recorría a pie los tres kilómetros que separaban el chamizo en el que vivían de la fuente más cercana y volvía cargado con un cántaro rebosante de agua que cualquier habitante del primer mundo habría calificado como no potable. A los cinco recorría a pie los siete kilómetros que separaban su hogar de la plantación de cacao más cercana, donde trabajaba dos o tres horas antes de volver a casa. A los seis años su jornada laboral se amplió a cinco horas diarias y a los siete trabajaba tantas horas al día como años de vida tenía. A los ocho años había días en que estaba tan agotado y hambriento que no tenía fuerzas para volver a casa y dormía en el suelo de las inmediaciones de la plantación. A los nueve años comenzó a trabajar seis días a la semana en una de las escasas fábricas existentes en la zona. Su día de descanso lo empleaba en andar los 15 kilómetros que le impedían ver a su madre todos los días. A los diez años, Akeem comenzó a ganar un dólar y medio diario a costa de suprimir su descanso semanal y empezó a tener fe en una vida mejor. A los once, Akeem fue despedido de la fábrica por quedarse dormido cinco minutos mientras hacía unas horas extra. A los doce años volvió a trabajar en la plantación de cacao, de donde lo despidieron nada más cumplir los trece. Los niños de cinco y seis años cobraban menos y nunca se quejaban, mientras que Akeem había empezado a denunciar las injusticias y abusos que contemplaba cada día. Su madre siempre supo que era distinto a los demás, que su sabia mirada encerraba todas las claves necesarias para descifrar el universo, pero nadie constató nunca que ese malnutrido cerebro tenía un cociente intelectual de 220.
3 comentarios:
dios, quieres hacerme llorar verdad, siempre he sido myu sensible con estas historias que comparan a los tercermundistas con los primermundistas, no hace falta que te diga porque te sigo.
PD: Por donde puedo seguirte??
Hola Irina.
Bienvenida a este pequeño rincón lunático.
Supongo que el éxito o fracasao de un escritor se mide por su capacidad para hacer llorar, ya sea de risa o de pena, a sus lectores, así que me alegra si he conseguido conmoverte de alguna forma. El relato aún no ha terminado. Espero que lo que queda por ser publicado te emocione igualmente.
Por otro lado, revisando mi blog me he dado cuenta de que no había ninguna opción clara para seguirlo, a pesar de que hay gente que se ha hecho seguidora del mismo (no me preguntes cómo). Acabo de introducir la opción de seguirme por mail, así como la de ver quiénes son mis seguidores y convertirte en una de ellos. Espero que te sirva de ayuda.
Un abrazo muy grande y muchas gracias por leerme.
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