martes, 28 de febrero de 2012

Heridas (III)

Te digo que ya no me dueles más, mientras la herida no para de sangrar. La vendé antes de volverte a ver, la cerré, la apreté, la taponé con toneladas de papel. Y, aún así, se abrió al captar tu olor y escuchar tu voz. No entiendo la razón. Acorté la conversación, mientras el dolor amenazaba con estrangular mi corazón. Temblaban mis pestañas, lloraban mis legañas, se marchitaban mis entrañas. Para volver a casa seguí el reguero de sangre que había marcado mi camino hasta ti. Tras 10 kilómetros orgullosamente erguida, hinqué las rodillas en la tierra roja de Tara y me arrastré hasta un mañana que ya no será otro día. Y allí, tumbada sobre un futuro post nuclear esperé a que la lluvia ácida terminara de carcomer mi cenicienta piel. La hemorragia se detuvo, el dolor se contuvo, tu saliva ablandó el papel y tu lengua traspasó la red de contención. Se colapsó mi respiración. El hipo entrecortó mi llanto y propulsó mi vómito hasta tu oreja izquierda. Sé que no debí hablar, sé que no debí decirte toda la verdad, pero era noche cerrada, estaba cansada y totalmente trastornada por una luna llena que siempre iluminó mi vacuidad más plena. Debiste dejarme tirada en el medio de la calzada, permitir que un camión me triturara el esternón, pero creíste que podías recoger los pedazos y recomponer el puzle de retazos. No sabías que siempre me faltaron un par de piezas. Creí que tú las tenías, pero las tuercas que te sobran no encajan en la maquinaria del reloj de madera de boj que mide el paso de las notas de mi bloc y las páginas que restan para mi extinción, para mi completa desaparición, para mi más humillante rendición.

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