Rosa se viste de
rojo para camuflar su herida más mortal, ésa que nunca deja de sangrar, la que
le dolerá hasta el final. Se le abrió sin darse cuenta y ahora no la sabe
cerrar. Busca un buen sastre que la sepa cauterizar con una aguja al rojo vivo
sin enhebrar o con una cremallera en tortuoso zig-zag. Pero ya no quedan
valientes que maten siete de un golpe. Ni gigantes, ni moscas. Mucho menos
fantasmas, que ésos ya están muertos, aunque se nos aparezcan en sueños.
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