A veces es difícil. Otras es imposible. Sonreír. Fingir. Vivir. Repetir hasta el fin lo que no queremos volver a reproducir. Seguir. No huir. No alejarme de aquí, de esta ciudad que no elegí, de la herida carmesí, del vacío en el que crecí. El agujero negro. El desierto. El destierro. El infierno. A veces hiela. Otras quema. Siempre escuece y envilece. No sé cuándo empecé a morir. Dicen que un segundo después de llegar al mundo. Yo creo que no fue entonces. En aquel momento todos nos creemos inmortales. Nuestra fe en el infinito se mantiene varios años. A veces, décadas. Luego, algo que creíamos indestructible se destruye. Contamos tres segundos. Uno. Dos. Tres. Comienza la cuenta atrás. El primer paso hacia el inevitable final. Caminamos sobre un alambre inestable. Miramos hacia abajo. Contemplamos el vacío. Algunos saltan para sumergirse en él. Otros aguantan y cuando resbalan tratan de sujetarse hasta que las manos sangran y se rasgan. Yo no avanzo. Tampoco caigo. Permanezco quieta. Congelada. Equilibrada en mi desequilibrio más estable. Espero y cuento. Uno. Dos. Tres. Puede que vuelva a nacer sin llegar a fallecer o puede que tú te conviertas en mi red en lugar de dispararme en la sien.
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