Algunos creen que es mejor prever las malas noticias y que esa previsión te ayuda a afrontarlas mejor cuando finalmente tienen lugar, pero no es cierto. El anuncio de una muerte no hace que duela menos la ausencia del fallecido. La sospecha de tu adiós no evitó el derrumbamiento de mi mundo. Sabía que llegaría el día. Estaba escrito en tu mirada y en la manera en que me tocabas, pero pasaba el tiempo y continuabas a mi lado. Me repetía una y otra vez que me equivocaba, que veía fantasmas, sombras chinas, reflejos ondulantes en el agua. En el fondo, sabía que no era verdad, que la decisión estaba más que tomada y que la única indeterminación concernía al momento en el que se produciría la catástrofe. Pero esa intuición no me preparó para la punzada del armario vacío, el frío de la cama deshabitada o el silencio de una casa con un único habitante. En realidad, habría sido mejor que tu abandono me hubiera pillado de improviso, pues entonces habría sufrido una sola vez y no todos esos días que pasé a tu lado esperando a que ejecutaras la sentencia. Miro el televisor, lleno de parejas sonrientes y felices, de personas que permanecen unidas contra viento y marea, independientemente de lo mucho que el universo se esfuerce en tratar de separarlos y sé que es mentira, una gran mentira que nuestros padres nos cuentan cuando somos pequeños con la vana esperanza de que sólo lloremos cuando tengamos hambre, sed o sueño. La gente se evapora en cuanto el sol calienta más de la cuenta, huyen dejando atrás a los heridos, pisotean a los tullidos que bloquean su camino, devoran a los más débiles, se cagan en nuestros muertos, convierten las praderas en desiertos, siguen a los ciegos, entronan a los tuertos. Tiro a la papelera los noodles que me sobran. En el fondo de la basura yacen nuestras fotos, pedazos de una vida dividida por las tijeras de tus manos. Maldito Eduardo abandonado en la cima de una montaña solitaria. Vuelvo al salón y hago zapping hasta encontrar la solución, la anestesia nacional, lo único que puede hacerme olvidar, un paréntesis de 90 minutos, claramente insuficientes, pero que detienen transitoriamente la hemorragia de recuerdos. Cuando el partido termina no queda más remedio que volver la vista atrás. El futuro ya no existe.
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