No tenía que haberte conocido en domingo. Los domingos siempre llevo pantalones que no me decido a tirar hasta que logro terminar de romper o reventar y camisetas pasadas de moda a las que no prendo fuego ni destierro de mi armario con la vana esperanza de que, algún día, volverán a ser lo más in del mercado. Los domingos tengo el pelo sucio y grasiento, producto de una larga noche de sábado de bar en bar y de pub en pub, de ambiente híper cargado, a pesar de la ausencia de humo. Los domingos restos de rímel coronan unas ojeras cada día más profundas y turbias, que marcan las horas insomnes de todos los fines de semana en los que no fui capaz de irme a la cama a una hora decente. Los domingos son días perdidos y aburridos, el epílogo de 48 horas lúdico festivas y el preludio de una semana de trabajo huracanado. Los domingos soy sólo un despojo de lo que puedo ser, un ser triste e inerte que vegeta en el sofá frente al televisor y cruza los dedos para que el hedor de la basura no termine de ahogar las pocas ganas que quedan de ser feliz, un animal herido que sólo sale a la calle cuando se requiere de manera imperiosa encontrar una tienda que, a pesar de abrir en festivo, no te arranque ambos riñones por su servicio de suministro de las provisiones que deben adquirirse ahora o nunca. Los domingos no estoy para nada ni para nadie, simplemente no existo. Maldita sea. No tenía que haberte conocido en domingo, pero habría sido imposible conocerte cualquier otro día.
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