Sólo queda el estruendo de este horrendo y cruento lamento eterno. Sólo queda el sabor del adiós que impuso Dios como penitencia ejemplar que trata de purgar el pecado menos original que se atrevió a cometer un simple mortal. Queda la herida en el centro del pecho, el agujero negro que devora tus entrañas y la sangre que gotea de tus ojos sin pupilas, arrancadas de cuajo para no contemplar ese daño huraño que, desgraciadamente, no te resulta extraño. Sabes que ha llegado la hora de tirarte por la proa, pero tienes demasiado miedo de flotar, de no hundirte hasta el fondo, como los demás. Por eso contemplas la espuma del mar y rezas para que, menos tarde que temprano, un gigantesco tsunami te estrangule entre sus manos.
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