Hubo un antes y un después de aquella noche, un antes y un después de las lágrimas con cal, un antes y un después de que comprendieras que tu destino no se puede modificar. Ya lo intuías, pero esa intuición no debería nunca haber derivado en certeza. Las certezas matan, igual que la verdad y si tú aún estás viva es por pura casualidad. Normalmente no lo recuerdas. Te despiertas inquieta y cansada, pero también amnésica, inconsciente de todo aquello que acabas de vivir (recordar se queda corto). Pero, a veces, el mecanismo de autoprotección se debilita. Eso fue lo que ocurrió aquella mañana, mientras te caías de la cama para enfrentarte a un mundo que no te merece como rival. Fue sólo un flash, una imagen, un nombre, un abrazo, un beso, un llanto. No quisiste seguir tirando del hilo, pues si el hilo se alarga terminará enroscándose alrededor de tu cuello, privándote de aire, quebrando tu laringe. Pero la imagen, el nombre, el abrazo, el beso, el llanto, todos ellos habitan detrás de tus párpados y, cuando pestañeas, no tienes más remedio que enfrentarlos. No hace falta que los busques. No tiene sentido que trates de evitarlos. Quieras o no quieras, ellos vendrán a ti. Igual que en todas las vidas anteriores. Pensaste que esta vez sería diferente, pero el mundo nunca cambia. Tú tampoco. ¿Y él? Él nunca terminaste de entender quién es. Por eso se repite la escena una y otra vez. La atracción de lo incomprensible escapa a toda lógica científica.
1 comentario:
La certeza es mucho peor que la verdad. Al menos, más triste.
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