domingo, 29 de diciembre de 2013

Heridas (XI)

El tiempo me dispara por la espalda y retroceden los minutos como consecuencia de la descarga. Volver atrás para evitar el error. Era justo lo que necesitaba. Pero, una vez en el pasado, soy incapaz de cambiar las cosas. Dejo que todo suceda igual, que nada cambie. Es mejor así. Si no puedo borrarte de mi mente, ¿por qué habría de extirpar aquella noche de mi vida? Disfruto sumergida de nuevo en el desastre. Contemplo con calma el cataclismo. Ni me molesto en tratar de tapar el agujero. El barco se hunde y yo con él. Aún así, no muero. Mis pulmones se convierten en branquias y mis piernas en cola de pez. ¿Son así las sirenas? No creo. Yo no canto como ellas. Yo callo y lloro unas lágrimas que sólo se distinguen del agua de mar que me rodea por una mayor concentración de sal. El mar flota sobre mis lágrimas y yo me agarro con fuerza al fondo para no salir a la superficie, pues en la superficie estás tú. Al llegar al presente veo la sangre. Tardo en entender que es mía y no de los náufragos que no sobreviven a los maremotos. Busco el orificio por el que se escapa y trato de taponarlo. Lo logro durante un par de segundos, hasta que comprendo que ahora yo soy el barco. Dejo que mi cuerpo, herido por el tiempo, se vacíe completamente. En los últimos instantes floto hasta la superficie. Hay un loco que otea con un catalejo el horizonte. Hace tiempo que olvidó qué es lo que buscaba. Han pasado demasiados años, pero sabe que cuando lo encuentre recordará lo que era. Una mujer exangüe con cola de pez. Un loco olvidadizo. Es un amor más imposible que nunca. Si el loco no fueras tú, el final me parecería poético. Estabas en lo cierto. Cuando ves lo que buscabas recuerdas de qué se trataba y enseguida te lanzas a por ello. Cuando lo haces, ya no me quedan fuerzas para recordarte que nunca aprendiste a nadar. Te asustaba demasiado el mar. Y ahora que no tienes miedo, a mí no me queda tiempo. Tu cuerpo hace el muerto junto a mi cadáver. Esperas que te devoren las gaviotas, pero se asustan al verte. Tu corazón no late como el de un moribundo. Tampoco como el de un cobarde. No hay dudas ni en tus sístoles ni en tus diástoles. El mar te acuna, mientras diluye mi sangre perdida. El agujero sigue abierto. Es fácil rellenar la herida.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Hambre (III)

Poco a poco me alejo, no porque no os quiera, sino porque no soy como vosotros, que soñáis con joyas y pisos, con bodas y niños, con trabajos de sueldos millonarios y contratos blindados, que defendéis dogmas equivocados y atacáis a los más arriesgados, a los que se jugaron el todo por el todo y ganaron, a los que no son como vosotros, a mí, a ellos, también a ellos, a los únicos que entienden lo que pasa, a los que, sin matar a nadie, se salvan. Me miráis, como si yo fuera la culpable, como si en mis manos radicara el origen del hambre, de ese hambre que nunca ha carcomido vuestras entrañas, por mucho que haya horadado vuestro cerebro, porque no es hambre de comida, tampoco de sed ni de justicia, ni siquiera ese hambre que acalambra mi estómago y ahuyenta mi sueño. La vuestra es un hambre bien distinta, feroz, canina, dañina. Pero no lo veis, me hacéis creer que soy yo la que desequilibra la balanza, la que se alimenta sin producir nada. Es cierto. Soy yo quien rompe el equilibrio, yo como parte de esos otros ellos, también distintos, también ambiguos, también conspicuos. Nosotros, que gastamos el dinero que no nos llueve del cielo en palabras, imágenes e ideas, porque no queremos mancharnos las manos con la sangre que han derramado vuestras piedras. Nosotros, que no nos arrastramos sobre el vientre, porque lo que queremos es desgastar las suelas de nuestros zapatos hasta acabar ensuciando nuestros pies, quedando inmaculado nuestro orgullo. Nosotros, que no tenemos hombro por encima del que mirar a nadie ni escalera o podio que nos separe del resto de los mortales. Nosotros, que moriremos intentando restaurar el Paraíso, sin que nos importe no poder disfrutar del mismo, porque sabemos que esto no acaba con la muerte y, aunque así fuera, poco importa, pues sólo aquel que se acurruca en su propio ombligo es capaz de dormir plácidamente entre un mar de gritos y dolores ulcerantes, por muy ajenos que puedan ser. Así pues, disculpad mi alejamiento, pero los polos opuestos no siempre se atraen.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Humo (II)

Me perdí en la espesura de una tarde negra y descuidada. Caminé en círculos entre sus hebras de azabache, tratando en vano de encontrar su principio o su final. No sirvió de nada. Me hundí en sus cimientos de alquitrán. Respiré el vapor de su húmedo petróleo. Escuché las oscuras premoniciones de los cuervos y supe que no había motivos para intentar serrar los barrotes de esta cárcel. Cuando me encontraste no era más que un arbusto momificado. Creías que al retirar las vendas me liberarías del sudario que me privaba de vida, pero tropezaste con un reproche clandestino ("¿Por qué tardaste tanto en rescatarme de las zarzas de esta hoguera?") y una súplica agonizante ("Como ya es tarde para despegarme de las llamas, deja que el fuego que llevo dentro termine de convertir mis esperanzas en cenizas"). Sin saber qué responder, te sentaste en el suelo y contemplaste en silencio el ascenso al cielo del humo de mis últimas palabras.

martes, 17 de diciembre de 2013

Tabaco (II)

Un camello cabalga sobre tu joroba de dromedario. Aunque no lo admitas, dirige tus pasos y fustiga tus flancos. La imposibilidad de la huida está escrita en tu mirada. Te entregas a su tiranía. Te rindes a su sádica dictadura. Falleces entre sus fauces. Te ahogas en un mar de aire. Juraría que ésta es sólo la última escena de una película que ya vi hace mucho tiempo atrás. Dos historias iguales con distinto final. Esta vez no te lograré salvar. Me siento a contemplar lo que no se puede evitar. La voz de la conciencia ríe sin parar. Mi sordera hereditaria no escucha el discurso del silencio. Huelo el humo de la hoguera en la que se consumen tus pulmones. Una parte de mí también se quema. Es el preludio del incendio que no nos atrevemos a prender. Esta noche sueño que nuestras almas arden en el infierno, pero cuando despierto sólo soy capaz de pensar que es poca la penitencia y mucho el placer derivado del pecado. Tu carga es menos pesada que las toneladas de adioses que quiebran mi espalda. La única ventaja de convertirme en serpiente es adquirir la capacidad de mudar de piel. El problema es que de ti no me podré desprender. Verte así. Verte allí. Blanco y azul. Desinfectante de veinte duros. Mascarilla de la II Guerra Mundial. No me contaminaré. No me contaminarás. La muerte sólo se contagia cuando deseas marchar.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Gaza y el País de las Maravillas

Vivo en la frontera de Gaza. Una constante sensación de peligro recorre mi espalda. El miedo a que, en tan sólo un instante, mi mundo vuele por los aires. El temor a perderlo todo, a que no quede nada, ni siquiera un puñado de residuos radiactivos. Vivo tratando de ignorar la precariedad del equilibrio que nos sostiene. Confío en que realmente haya alguien que no vemos, velando por nosotros, aunque sé que no es cierto, que nadie cuida a quienes no se cuidan a sí mismos. Por eso tiemblo. Por eso lloro cuando duermo. Gaza ya no es un lugar concreto sobre la Tierra, un territorio caliente perfectamente delimitado, el compendio de todas las guerras que no terminan, por muchos tratados que se firmen. Gaza es algo más. Gaza está en todas partes. Si tú no lo sientes, quizá seas quien pulsa el botón que dispara los misiles. También es posible que seas más convincente que yo misma y que hayas conseguido auto engañarte, convencerte de que son plumas las balas y truenos los estallidos de las bombas. Si es así, te envidio. Siempre he deseado vivir en el País de las Maravillas.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Monstruos (III)

Le miras fijamente, no por ser quien es, sino por a quien te recuerda. Él se da cuenta y vuelve hacia la derecha esos ojos azules vilmente robados o plagiados (es difícil de determinar). Cambias de posición para enfrentarte a ellos, para poder estudiarlos con detenimiento.

Necesitas identificar el alma que nada en su celeste humedad, comprobar si también es idéntica a esa otra alma que te hizo daño, que te acuchilló sin ningún tipo de piedad, que te abandonó a tu suerte sin mirar atrás. No, no es la misma y, sin embargo, te recuerda a ella. Es demasiado parecida, una perfecta fotocopia del espíritu más cruel que jamás hayas conocido.

Pero no, no puede ser él. Es imposible. Y, sin embargo, lo parece. Por un momento, un minúsculo instante, acepta la batalla y traza una línea recta entre su pupila y tu pupila. Sí, no hay duda, es él y, sin embargo, no puede ser él.

- Un niño precioso.

- Muchas gracias.

- ¿Qué tiempo tiene?

- Tres meses recién cumplidos.

- Eso significa que nació el 5 de marzo.

- El 3 de marzo, para ser más exactos.

Los mismos ojos, el mismo cumpleaños. Las casualidades no existen. La reencarnación tampoco.

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Al llegar a casa no puede evitarlo. Descuelga el teléfono y marca el número.

- Hola Helge. Soy Ingrid.

- Hola Ingrid. Qué alegría oírte. ¿Qué tal todo?

- Bien, bien, muy bien. Perdona que te moleste, pero necesito preguntártelo. El Monstruo de Ojos Azules sigue pudriéndose en la cárcel, ¿no?

- ¿A qué viene esto ahora?

- Eso da igual. Contesta la pregunta.

- Le condenaron a cadena perpetua, ¿recuerdas?

- Sí, sí, pero ¿sigue vivo?

- Pues claro que sigue vivo.

- ¿Podrías confirmármelo?

- Sé que soy una de tus mejores amigas, pero hace tiempo que dejé de ser tu abogada. Me jubilé, ¿recuerdas?

- Me importa un bledo. Llama a la cárcel y confírmame que sigue vivo.

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Suena el teléfono y una mujer que ya no cree en nada, pero que, al mismo tiempo, comienza a creer en todo se abalanza a descolgarlo.

- ¿Ingrid?

- ¿Está vivo?

- Sí, sí, está vivo, aunque un poco enfermo.

- ¿Un poco enfermo?

- No cantes victoria. Físicamente está perfecto y puede durar bastantes años más, pero, desde hace poco más de un año, padece alzhéimer. No está excesivamente avanzado, así que no ha afectado a sus funciones vitales, pero, desde hace tres meses, raro es el día en que recuerda quién es o lo que hizo. Una lástima. Así no hay posibilidad de que se arrepienta y pida perdón por sus crímenes.

- Gracias, Helge. Muchas gracias.

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Una anciana pasea llevando en brazos a su nieto. Es de noche y hace frío. Los escasos viandantes se suben el cuello del abrigo o se aprietan las bufandas. Nadie se fija en ellos.

Es de noche y hace frío. Como aquella otra noche. Tal vez un poquito menos. El niño llora, pero la anciana mitiga su sonoro berreo apretándolo contra su pecho, no mucho, no sea que lo asfixie. Esta vez ningún tribunal la privará de su venganza.

Una esquina. Dos esquinas. Tres esquinas. Ya han llegado a su destino. El callejón que le servirá de tumba.

La anciana deposita su carga en el suelo. Poco a poco le quita la ropa. Es un bebé. Sólo un bebé desnudo que llora porque tiene frío. Ella también estaba desnuda y tenía frío. Pero él no sangra. A él no le han violado ni acuchillado. A él no le han destrozado la vida. Aún no.

Por un momento, un minúsculo instante, duda. No puede ser él. Él sigue vivo y encerrado. Entonces se calla y la mira y recupera la seguridad perdida hace un segundo. Ninguna de las pastillas recetadas por los ilustres discípulos de Freud ha conseguido que olvide la frialdad de esos ojos azules.

- Finalmente, aquí estamos, tú y yo, frente a frente, después de tanto tiempo, después de tantos años. Quién lo diría. Yo, que pensé que jamás se haría justicia, ahora tengo la oportunidad de equilibrar la balanza, de obligarte a entender lo que sentí en aquel bosque, tirada sobre la nieve, contemplando cómo se escurría por mis piernas la poca sangre que me restaba, luchando por seguir viva, concentrándome en retener mi último aliento, ése que si se te escapa te aleja de este mundo. Aún no sé cómo lo conseguí, cómo aguanté el tiempo suficiente para que alguien me encontrara y, sin embargo, ésa fue la parte fácil. Lo realmente difícil vino después. Luchar contra las pesadillas, que, en realidad, eran recuerdos. Dejar que pasara el tiempo, contar las horas, concentrarme para no acabar con todo, saber que una pastilla no extirparía el dolor, pero que un bote entero lo borraría del mapa y, aun así, no hacerlo. Seguir viviendo, sabiendo que, en realidad, morí en aquel bosque, con quince años. Quince años. Sí, sólo tenía quince años, pero a ti no te importó. Era lo que buscabas. Justamente lo que buscabas. Los médicos me dijeron que era normal que tuviera miedo al sexo después de todo aquello, que muchas víctimas de violación no pueden volver a tener relaciones sexuales. En realidad, no se trataba de eso. O, al menos, no sólo de eso. Nunca dejé que nadie se me volviera a acercar. Cualquier tipo de contacto físico me provocaba unas náuseas insoportables. Es irónico, ¿verdad? Jamás pensé que serías el primero al que volvería a tocar. Tranquilo, al principio duele, pero luego deja de hacerlo. El entumecimiento es tan acusado que ya no sientes nada. En realidad, eso fue lo que casi acaba conmigo. La hipotermia. Tus cuchilladas eran poco profundas. Sólo las de abajo las diste con fuerza. Maldito hijo de puta. Y pensar que no fui la única. También ellas murieron por hipotermia. Maldito maricón. Tan hombre para hacer mujer a una niña, pero luego incapaz de rematar la faena. Sí, tenías que haberme matado. Todo habría sido más fácil de esa forma. Pero no lo hiciste. Es por eso por lo que te odio. Por no acabar con una vida que ya no quería. Y sí, dirás que fui yo la que no se dejó morir, pero es que te odiaba demasiado para irme de este mundo sin mi venganza. Cuando ese maldito tribunal te condenó a cadena perpetua pensé que nunca lograría mi objetivo, que tendría que limitarme a observar de lejos tu lento fallecimiento. Pero ya ves, puede que, después de todo, exista la justicia divina.

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El médico de la cárcel no lo entiende. Ayer estaba bien, perfectamente bien, salvo por el alzhéimer. No tiene sentido. Parece que ha muerto de hipotermia en una celda con calefacción. Es imposible. Necesita urgentemente hacer la autopsia. Hay algo que se le escapa.

Los ojos sin vida de un bebé azulado contemplan el soleado cielo del día más frío del mes de diciembre.

Helge lee el periódico y se pregunta qué clase de persona abandona a la intemperie a un bebé de tres meses. Piensa que el mundo está lleno de monstruos.

Ingrid duerme tranquila, sin ningún tipo de ayuda química, convencida de que ningún monstruo perturbará su sueño. Tampoco su vigilia.

Una madre muere desangrada al dar a luz al rayar el alba. Fue un parto inesperadamente complicado. El padre mitiga su inconsolable pérdida contemplando el sereno rostro de su hijo recién nacido. Tiene los mismos ojos que su difunta esposa. Los médicos le han dicho que es muy posible que el color cambie en los próximos meses, pero él sabe que ese límpido azul no mutará nunca.

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Hay monstruos que nunca mueren, sólo se esconden debajo de la cama, dejando que creamos que ya no tenemos nada que temer, esperando pacientemente el momento oportuno para volver a protagonizar nuestras peores pesadillas.

Son sólo monstruos y, como todos los monstruos, habitan en las sombras, así que no apagues la luz.