De todos los días que te quise, sólo hubo dos o tres que no te odié. Puede que menos, pero eso ya no importa. Cada vez que mueres, hay una parte de mí que resucita, que se libera del peso de tus dedos sobre mi piel, de tus besos arrodillándose en cada una de las estaciones del vía crucis de mis miedos y deseos, de tu lengua clamando al cielo para que el llanto de su lluvia apague algunos metros cuadrados de este infierno. Pero, en lugar de dejarnos ir, continuamos clavándonos las uñas, hasta que se desgarra el alma y brota la sangre y se derrama la vida y huye la muerte, porque sólo las palabras son eternas, todo lo demás se convertirá en un puñado de ceniza que el tiempo nos arrojará a la cara, escociendo nuestros ojos, sin que las lágrimas puedan limpiar el daño y devolvernos la visión. El futuro es un arpón que ensarta ballenas blancas. Por eso nos rebozamos en el barro, hasta convertirnos en sombras imposibles de cazar y corremos en direcciones contrarias, para acabar chocando con el mismo muro. Sólo somos dos insectos que se estrellan contra el parabrisas de uno de los múltiples coches de la autopista, pero recuerda: aunque nuestras alas se quiebren, aún podemos arrastrarnos por el cristal hasta caer al suelo.
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