El sonido del cristal al quebrarse contra el suelo es un grito de socorro que rebota en las paredes de la nada. Elena siente la tentación de descalzarse y terminar de triturar los pedazos (no importa cuánta sangre deba derramar para ello), pero la impertinente melodía de su móvil le impide entregarse al atrayente placer de la (auto)destrucción.
Es su madre. Otra vez. Diez interminables minutos de “¿Cómo estás?” “¿Todo bien?” “¿Seguro?” “¿Cuándo vuelves?” Quisiera decir “Muy mal”, “Todo fatal”, “Sí, seguro”, “Probablemente nunca”, pero como la verdad daría pie a nuevas preguntas que alargarían sine die una conversación que ya se le está haciendo cuesta arriba opta por mentir: “Perfectamente, “Más que bien”, “Sí”, “Aún no lo sé”.
Cuando su progenitora accede a liberarla de su arduo interrogatorio vuelve a contemplar el estropicio. Se acerca con cuidado al epicentro del desastre. Sin quitarse los zapatos recoge el único trozo que aún se asemeja a una copa. Lo contempla al trasluz de la ventana, girando lentamente el vidrio entre su dedo índice y pulgar, permitiendo que los últimos rayos de la tarde proyecten un diminuto arco iris sobre la pared de su salón.
El rugido del motor al despegar el avión es un sollozo huracanado que reverbera en el techo de la bóveda celeste. Las ruedas avanzan sobre la pista perdiendo poco a poco el contacto con el suelo. La playa, el mar, toda la tierra y los seres que la habitan quedan demasiado lejos para poder ser distinguidos. Un lecho de algodonosas nubes oculta los horrores del infierno. Las almas de los condenados crepitan al calor de la hoguera de vanidades de la ciudad condal.
Elena no quiere volver, aunque tal vez no debiera irse. Las lágrimas se secan antes de alcanzar los costados de la nariz. Los colmillos arrancan un par de gotas de sangre al labio inferior. Allí abajo está él y arriba ella ha dejado de estar. Es sólo una cáscara hueca que envuelve un regalo sin valor. El tiempo cicatriza todas las heridas o, al menos, eso es lo que afirma la sabiduría popular.
El sonido del monótono avance de las agujas del reloj es un alarido disparado a la boca del estómago. Elena acaricia el quebrado borde de vidrio, semejante a una picuda cordillera aún sin colonizar. Su corazón también se parece al borde de una sierra. Por eso no deja que nadie se le acerque. No quisiera amputar manos ajenas.
Los restos del día bailan el vals de las tortugas, pero Elena sabe que es sólo la obertura del silencio eterno. Ya no hay tiempo para nada, mucho menos para volver atrás. Los kilómetros se estiran hasta quebrar la goma elástica. El sol se apaga y las tinieblas envuelven los pedazos de cristal que arañan sus mejillas. Su vida es una figura de porcelana que se le escurrió de las manos y que ahora no sabe cómo recomponer. La noche es una retahíla de susurros fantasmales que aniquilan hasta el último milímetro de oxígeno de sus pulmones. Te quiero, pero no puede ser.
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