Ésta es una carrera de obstáculos en la que sólo ganará quien esté dispuesto a dejarse las rodillas en el camino. He caído tantas veces que no quiero volver a levantarme, pero mis manos hacen de nuevo fuerza contra el suelo, izando mi cuerpo de este lecho de barro y polvo mortecinos. Mis pies corren otra vez, convencidos de que, en el próximo intento, conseguirán elevarse sobre la valla, aterrizando con gracia al otro lado. Muy bien. Sigamos. Finjamos que aún me quedan fuerzas para perseguir la meta. Obviemos las lágrimas, el dolor, la sangre. Respiremos por la nariz y expulsemos el aire por la boca. Rítmicamente. Sin prisa, pero sin pausa. Pero el camino está lleno de montañas imposibles de salvar, de fosos en los que sólo se puede naufragar. Y, aún así, mi cuerpo se niega a darse por vencido, desobedeciendo, una y otra vez, mi voluntad de permanecer inerte junto al resto de derrotados en el campo de batalla. ¿Por qué? ¿Por qué ese empeño en acabar aquello que nunca debí empezar? Míralas. Ahí están, diciéndome adiós en la distancia. ¡Volved a mí! ¡No me abandonéis! Pero mis rodillas se encuentran ya demasiado lejos para escuchar mis desesperados ruegos. Y sigo avanzando, mutilado reflejo de quien una vez fui, arrastrándome entre los cadáveres de los vencidos, a punto de alcanzar una victoria que sólo mis avariciosas manos deseaban.
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