Miró por la ventana, sintiéndose completamente ajena a todo lo que habitaba a este lado del cristal. Quiso reír (también llorar), pero no fue capaz de hacerlo. El teléfono sonaba con la insistencia de un niño de tres años. No pensaba cogerlo. Esta vez no. Cerró los ojos, tratando de imaginarse lejos, en un mundo tan distante como distinto de esta descarnada realidad que oprime con fiereza el corazón. No lo consiguió. La vida es una cuchilla de afeitar que degolla las muñecas de sus venas. Pensó que era el fin, que no sobreviviría a la muerte de otro día ceniciento; pero, al abrir los ojos, descubrió que había traspasado la barrera de vidrio, dejando atrás el venenoso olor a podrido que siempre había dificultado su respiración. Bajó la vista y sonrió al comprobar que sus pies y toda ella levitaban seis pisos por encima del asfalto al que permanecían anclados los insectos que ya no podían aguijonear su piel. Tembló, ni de frío, ni de miedo, sino de emoción y vértigo. No entendía cómo había logrado escapar, pero sabía que ahora tenía la responsabilidad de mantenerse libre, flotante nube que, en lugar de descargar su furia y su pena sobre la tierra, se traga sus lágrimas para no descoserse del cielo al que pertenece su espíritu. Agitó los brazos, planeando sobre todo aquello que necesitaba olvidar y voló, lenta e insistentemente, hasta alcanzar los límites de la atmósfera terrestre. Una vez allí, volvió a cerrar los ojos, tratando de imaginarse aún más lejos del último límite de su finita conciencia, en un mundo con el que ni los ángeles se atreven a soñar. No lo consiguió, pero ese mundo, igual que antes el cielo, la imaginó a ella, imantándola hacia él. Pensó que era el fin, que nunca lograría salvar esta última frontera; pero, al abrir los ojos, descubrió lo equivocada que estaba. ¿Estoy soñando? No, en realidad, acabas de despertar. Dio una vuelta sobre sí misma, sintiéndose completamente ajena a todo lo que no habitaba a este lado del cristal. ¿Dónde estoy? En casa. ¿Y antes? Antes ya no existe.
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